Por: Maximiliano Catalisano

Hay algo que cambia cuando el aula se transforma en una aventura, una misión o un desafío por superar. La gamificación no se trata solo de sumar puntos o repartir medallas: es una estrategia que toma elementos del juego para potenciar la experiencia de aprendizaje. Cuando se utiliza con intención pedagógica, logra despertar el interés, sostener la participación y generar un clima de implicación auténtica en cada propuesta. No se trata de disfrazar de juego cualquier tarea, sino de pensar cómo estructurar la enseñanza desde la lógica del juego sin perder profundidad.

Gamificar una clase no significa transformar todo en competencia ni forzar situaciones artificiales. Significa entender qué mueve a los estudiantes, qué los engancha, cómo se puede construir una narrativa que convoque y al mismo tiempo permita aprender. Una tabla de progresos, insignias simbólicas o misiones por equipos pueden funcionar si están al servicio de un objetivo claro, si se integran con los contenidos y si respetan los tiempos de cada grupo.

El docente que apuesta por la gamificación observa, ajusta, propone y acompaña. No se trata de hacer más “divertida” una clase, sino de lograr que el aprendizaje tenga un marco que invite a comprometerse y a superar obstáculos. El juego en este caso no es un fin, sino una forma. Y como toda forma, puede potenciar o distraer: por eso requiere planificación, seguimiento y revisión.

Hay propuestas que utilizan plataformas, otras que se sostienen con papel y lápiz, otras que nacen del cuerpo y del movimiento. Lo importante es que no se pierda el sentido: gamificar no es maquillar, es diseñar experiencias en las que el deseo de jugar impulse a aprender. Cuando eso ocurre, el aula se convierte en un espacio en el que se quiere estar, en el que se aprende sin mirar el reloj y en el que cada estudiante puede encontrar un lugar para aportar desde lo que sabe y desde lo que quiere descubrir.