Por: Maximiliano Catalisano

A veces, lo más valioso que nos llevamos de una jornada no está en un aula ni en un manual, sino en una charla improvisada en la sala docente, en una pregunta que no esperábamos o en una idea que alguien compartió sin buscar aplausos. Enseñar no es un camino en solitario: cada encuentro entre colegas abre la puerta a nuevas formas de mirar, hacer y pensar la práctica educativa.

El intercambio docente no solo enriquece contenidos o estrategias, también genera un espacio de contención y construcción conjunta. Hablar de lo que funciona, de lo que no, de los desafíos del aula o de cómo abordar situaciones complejas, permite tomar perspectiva, encontrar nuevas soluciones y sentir que uno no está solo frente a las tareas cotidianas. La experiencia compartida se transforma en una fuente concreta de aprendizaje.

Muchas veces, este intercambio se da de manera espontánea. Pero también puede organizarse: círculos de reflexión, comunidades de práctica, grupos en redes sociales, encuentros informales o incluso proyectos colaborativos entre docentes de diferentes áreas o niveles. La clave está en abrir el juego, animarse a compartir dudas y logros, a construir en colectivo.

En tiempos donde las demandas escolares son muchas, recuperar el valor de estas redes entre pares resulta más necesario que nunca. A veces, una conversación con otro docente puede marcar la diferencia: ofrecer una estrategia nueva, una mirada más calma, una herramienta para simplificar lo que parecía difícil.

Además, enseñar también es aprender porque obliga a revisar lo propio, a explicarse, a reorganizar lo que uno sabe. Cuando un docente se sienta a intercambiar con otro, está poniendo en juego su experiencia y también su deseo de seguir creciendo.

Construir estos lazos no requiere grandes estructuras. Un espacio para compartir lecturas, un grupo de WhatsApp para intercambiar recursos, una hora semanal para conversar entre colegas pueden ser el punto de partida para un modo más colaborativo de habitar la profesión.