Por: Maximiliano Catalisano

Decir que la educación secundaria es un derecho parece una obviedad. Está escrito en leyes, en declaraciones internacionales, en los discursos de autoridades y en los diseños curriculares. Sin embargo, en la vida cotidiana de muchas escuelas ese derecho todavía se ve atravesado por lógicas de selección, de mérito, de filtros sutiles que condicionan la permanencia y el egreso. ¿Qué significa realmente garantizar ese derecho cuando el sistema aún reproduce desigualdades, cuando hay jóvenes que no encuentran su lugar en la escuela o que sienten que no cumplen con las expectativas de lo que “debería ser” un estudiante?

La secundaria fue pensada durante mucho tiempo como una instancia para formar a una élite. Con el paso del tiempo, se amplió su acceso, pero no siempre cambió su lógica interna. Los formatos rígidos, los contenidos descontextualizados y las formas tradicionales de evaluación siguen siendo una barrera para muchos estudiantes. Esas barreras no siempre son visibles, pero se sienten: en la repetición, en la repitencia, en el abandono, en la sensación de estar fuera de lugar. Lo que aparenta ser una cuestión de rendimiento muchas veces es un reflejo de un sistema que no logra adaptarse a la diversidad de trayectorias, de saberes, de formas de aprender y habitar el aula.

Pensar la inclusión no es solo abrir las puertas. Es también revisar qué hay adentro. Cómo se enseña, qué se espera de los estudiantes, qué mirada hay sobre sus capacidades. Porque si bien todos llegan, no todos se quedan. Y si no se quedan, no es solo por falta de interés. Hay algo del formato que expulsa, que desmotiva, que desalienta. En ese punto, es urgente revisar qué se entiende por «calidad» educativa y cómo se mide. Muchas veces, en nombre de ese concepto, se generan lógicas que excluyen a quienes más necesitarían del acompañamiento escolar.

Es necesario que la escuela secundaria se piense como un espacio verdaderamente abierto, en el que el derecho a aprender no dependa de encajar en un molde preexistente. Transformar esa realidad implica reconfigurar tiempos, ritmos, apoyos, contenidos y modos de enseñar. También requiere habilitar una mirada más amplia sobre los saberes que los estudiantes ya traen, reconociendo su contexto, su cultura y su recorrido.

El debate no es menor: si la educación secundaria es obligatoria, no puede seguir funcionando como un filtro. La pregunta que deberíamos hacernos no es quiénes están preparados para la secundaria, sino cómo se prepara la secundaria para recibir a todos.