Por: Maximiliano Catalisano
Vivimos en un mundo saturado de datos, noticias, imágenes y mensajes que circulan a una velocidad vertiginosa. Lo que antes requería una fuente verificada hoy se viraliza en segundos con solo un clic. En ese escenario, la escuela tiene un desafío urgente: ayudar a las nuevas generaciones a no perderse entre los titulares llamativos y las verdades a medias. Formar en pensamiento crítico ya no es solo una opción pedagógica, es una necesidad cultural. Y hacerlo bien significa trabajar con herramientas concretas, en situaciones reales y desde una mirada que no subestime la capacidad de análisis de los chicos y chicas.
Combatir la desinformación no se trata solo de detectar noticias falsas, sino de enseñar a leer el mundo con atención. Eso implica aprender a desconfiar sanamente, a buscar otras fuentes, a preguntar quién dice qué, para qué y desde dónde. Significa también comprender los mecanismos con los que se construyen narrativas, cómo se manipulan imágenes, qué impacto tienen los algoritmos y por qué muchas veces las redes nos encierran en burbujas que refuerzan nuestros propios prejuicios.
En el aula, trabajar este tema puede abrir debates apasionantes. Analizar campañas virales, contrastar noticias sobre un mismo hecho, reflexionar sobre cómo se elige lo que se publica y lo que se oculta. También es una gran oportunidad para cruzar disciplinas: lengua, ciencias sociales, tecnología, ética. La desinformación no distingue materias, pero sí encuentra respuestas potentes cuando se la aborda desde diferentes ángulos.
Fomentar el pensamiento crítico es, en definitiva, habilitar espacios para la duda y el análisis. Es dar lugar a las preguntas, incluso cuando no hay respuestas simples. Es valorar los procesos de indagación más que la repetición de certezas. Y, sobre todo, es confiar en que los estudiantes pueden aprender a leer con profundidad un mundo que a veces intenta convencerlos con solo una frase.
Si la escuela no acompaña en este proceso, otros lo harán. Y no siempre con las mejores intenciones. Por eso, más que nunca, enseñar a pensar es también una forma de cuidar.