Por: Maximiliano Catalisano
Decirle a alguien cómo va su trabajo no siempre es sencillo. A veces se cae en frases genéricas, otras se señala el error sin acompañar con una alternativa. Pero cuando la retroalimentación se ofrece de manera clara, oportuna y respetuosa, puede transformar por completo el proceso de aprendizaje. En el aula, el feedback no debería ser un cierre, sino una puerta que se abre. Es un momento que permite reflexionar, ajustar, volver a intentar y, sobre todo, crecer.
Dar devoluciones útiles implica mucho más que marcar lo que está bien o mal. Requiere observar, escuchar y conocer al estudiante. Implica señalar avances, detectar puntos a mejorar y brindar sugerencias concretas para dar el siguiente paso. Cuando un docente logra que su comentario sea comprendido y asumido como una guía, entonces la retroalimentación cobra sentido. No se trata de evaluar, sino de acompañar un proceso.
El tono en que se expresa el feedback es tan importante como el contenido. Si las palabras desalientan o generan temor al error, el aprendizaje se frena. En cambio, cuando se construye un vínculo de confianza y respeto, los estudiantes se animan a arriesgar, a preguntar, a revisar sus producciones sin miedo. El error deja de ser un obstáculo y se convierte en una herramienta.
Además, el momento en que se brinda la retroalimentación hace la diferencia. No alcanza con señalar al final del recorrido si lo que se hizo estuvo bien o mal. Cuanto más cerca esté la devolución del momento en que se realizó la tarea, más impacto tendrá. El estudiante aún tiene presente lo que hizo, puede repensarlo, puede intentarlo otra vez. Por eso, retroalimentar también es una forma de estar presente en el proceso.
El feedback no es solo para corregir. También sirve para reconocer avances, para validar el esfuerzo, para dar sentido al trabajo. Y sobre todo, es una invitación a seguir aprendiendo. Cuando se da con respeto, con escucha y con intención de acompañar, se transforma en una herramienta poderosa para el aula y para la vida.