Por: Maximiliano Catalisano

Algunas enseñanzas desaparecen con el paso del tiempo. Otras, en cambio, se quedan para siempre. No siempre son las que tenían la estructura perfecta ni las que siguieron al pie de la letra una planificación. Muchas veces, las enseñanzas que perduran son las que lograron tocar una fibra personal, que ofrecieron una mirada distinta, que abrieron una pregunta en el momento justo. Enseñar no es solo transmitir información. Es habilitar sentidos. Es generar vínculos con el saber, pero también con la vida. Es dejar algo que resuene más allá del aula, incluso cuando ya pasaron los años. Esa enseñanza que perdura es la que tiene la capacidad de instalarse en la memoria como una experiencia significativa, que vuelve una y otra vez en decisiones, en pensamientos, en gestos.

La enseñanza perdurable no es la más brillante, ni la más compleja, ni la que se impone por su estructura. Es, sobre todo, aquella que se vuelve experiencia. La que logra un cruce entre el contenido, el contexto y la humanidad de quien enseña. Porque los aprendizajes duraderos no se imponen, se construyen en el tiempo, con paciencia, con presencia y con atención a lo que sucede entre quienes aprenden y quienes enseñan. A veces, una sola frase puede acompañar toda una vida. A veces, una forma de mirar, de escuchar, de intervenir, deja marcas mucho más profundas que cualquier explicación detallada.

En un mundo donde todo parece ser descartable y rápido, pensar en una enseñanza que perdure es también un acto de resistencia. Es volver a valorar la profundidad sobre la inmediatez. Es preguntarnos qué vale la pena enseñar, cómo hacerlo para que no se diluya en la rutina ni se pierda en el olvido. No se trata de enseñar para el aplauso inmediato, sino para sembrar una huella que madure con el tiempo. Esa huella no se ve enseguida, pero aparece cuando alguien recuerda con gratitud una clase, una conversación o un momento que transformó su forma de pensar.

Los docentes que logran una enseñanza perdurable no son aquellos que buscan ser admirados, sino los que logran generar encuentros verdaderos. Que no enseñan solo contenidos, sino modos de estar en el mundo, formas de pensar, herramientas para decidir. Porque enseñar es también acompañar procesos que no siempre son visibles, pero que construyen subjetividades, fortalecen criterios y abren caminos. La enseñanza perdurable no busca resultados inmediatos, busca sentido. Y por eso se queda. Porque fue más que un dato: fue una experiencia compartida.