Por: Maximiliano Catalisano
Hay jornadas en las que todo parece ir a contrarreloj. Las reuniones, los imprevistos, las urgencias del día a día dejan poco margen para sentarse a planificar con detalle. Sin embargo, el aula sigue esperando, los estudiantes siguen llegando, y el deseo de que cada clase tenga sentido no desaparece. Por eso, pensar en una planificación que se adapte a tiempos breves, sin resignar calidad ni intención, es una necesidad concreta para quienes habitan la escuela.
Planificar en poco tiempo no significa improvisar, sino tener a mano ciertas herramientas que permitan organizar el recorrido sin agobiarse. Una buena estrategia es trabajar con una estructura clara: saber qué se quiere lograr, cómo se lo va a proponer y qué se espera que los estudiantes logren al final de la clase. Esta lógica ayuda a priorizar contenidos y seleccionar actividades que estén alineadas con el propósito de la jornada.
Otra clave está en sostener cierta continuidad. Cuando se planifica día a día, conviene pensar en bloques de sentido que permitan hilvanar las clases. Así, cada jornada se vincula con la anterior y anticipa la siguiente, generando una secuencia coherente, aunque se construya paso a paso. La clase no es una isla: es parte de un proceso más amplio que se va ajustando sobre la marcha.
La observación del grupo también es una guía valiosa. Conocer los ritmos, los intereses, las reacciones de los estudiantes puede orientar decisiones rápidas pero significativas. En este contexto, las rutinas flexibles se vuelven aliadas: actividades que ya están probadas y pueden adaptarse a distintos contenidos sin necesidad de reinventar todo desde cero.
Por último, es importante confiar en la experiencia profesional. Muchas veces, se planifica más de lo que se cree: en la cabeza, en los pasillos, en las charlas con colegas. Poner en palabras esas ideas, aunque sea en un formato breve, ayuda a tomar decisiones más conscientes y a dar forma a lo que se quiere lograr en cada encuentro.
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