Por: Maximiliano Catalisano

El ritmo actual de la vida cotidiana, sumado a las exigencias escolares y familiares, ha hecho que el estrés deje de ser una experiencia exclusiva del mundo adulto para convertirse en una realidad que también afecta a niños, niñas y adolescentes. Detectar a tiempo sus señales y promover hábitos que ayuden a regularlo se ha vuelto una necesidad compartida entre familias y escuelas. Por eso, hablar de bienestar emocional no puede quedar al margen de los espacios de aprendizaje ni del hogar. La prevención, el acompañamiento y la escucha atenta son claves para construir una infancia y adolescencia más saludable.

En la escuela, es posible generar pequeñas rutinas que promuevan momentos de pausa, silencio y respiración consciente. Comenzar la jornada con unos minutos de relajación, realizar actividades artísticas que favorezcan la expresión emocional, trabajar con cuentos o relatos que aborden distintas formas de sentir, habilitar espacios de conversación donde cada estudiante pueda nombrar lo que le pasa, son prácticas simples que ayudan a crear un clima más calmo y respetuoso. El aula también puede ser un lugar donde se aprenda a identificar emociones, a ponerles nombre y a buscar estrategias para atravesarlas sin sentirse solo.

Desde el hogar, los adultos pueden acompañar mostrando que las emociones no son buenas ni malas, sino señales que dan información. Escuchar sin apuro, evitar juzgar, ofrecer contacto físico como abrazos o caricias, establecer rutinas que brinden seguridad y fomentar momentos de juego libre son acciones que ayudan a los chicos a sentirse sostenidos. Compartir actividades con bajo nivel de estímulo, como cocinar juntos, leer, caminar o simplemente conversar, permite bajar el ritmo y reconectar con lo esencial.

El estrés infantil no siempre se manifiesta de manera evidente. A veces aparece en forma de cansancio, irritabilidad, falta de concentración, tristeza o dolores físicos sin causa aparente. Por eso, es importante no minimizar estos signos y ofrecer un entorno en el que el diálogo y la contención sean constantes. Tanto la familia como la escuela pueden trabajar en red, compartiendo inquietudes y buscando acuerdos que fortalezcan los vínculos y den respuestas coordinadas.

Enseñar a manejar el estrés es enseñar a vivir mejor. Es brindar herramientas para afrontar lo que incomoda, sin que eso paralice ni dañe. Y es también una oportunidad para que los adultos revisen sus propios modos de habitar el tiempo, el cuerpo y las emociones, sabiendo que son referentes en cada gesto cotidiano.