Por: Maximiliano Catalisano
Hay momentos en la vida escolar que no están planificados, no figuran en el cuaderno del docente ni responden a un contenido obligatorio. Son instantes breves, inesperados, que desarman cualquier certeza. Ocurren cuando un alumno dice algo que hace pensar, cuando una pregunta simple deja sin respuesta o cuando un gesto espontáneo enseña más que cien explicaciones. Es ahí, en esos segundos que parecen pequeños pero que dejan huella, donde los maestros se convierten en aprendices y los alumnos, sin buscarlo, se transforman en verdaderos maestros de vida.
La escuela está llena de aprendizajes formales, pero también de lecciones invisibles. No todo lo que se enseña pasa por un libro o una clase estructurada. Los alumnos, con sus miradas frescas, sus preguntas libres y sus formas de ver el mundo, suelen poner en evidencia que enseñar también es escuchar, observar y estar dispuesto a cambiar de perspectiva.
Muchos docentes recuerdan con especial cariño aquellas situaciones en las que fueron desafiados por sus estudiantes. Desde un niño que muestra otra manera de resolver un problema, hasta un adolescente que interpela sobre un tema que nunca había sido pensado desde ese ángulo. Las aulas se llenan de saberes que no siempre llegan desde quien tiene más años, sino desde quien se anima a mirar distinto.
Además, los alumnos suelen ser los primeros en enseñar paciencia, tolerancia y empatía. Son ellos quienes, con sus historias de vida, sus realidades complejas o sus dificultades, obligan a los adultos a repensar las formas de acompañar, de estar presentes y de construir vínculos más genuinos.
En tiempos de cambios acelerados, los estudiantes también se convierten en guías dentro del mundo digital y tecnológico. Muchas veces son ellos quienes enseñan nuevas herramientas, explican cómo funciona una red social o muestran caminos alternativos para resolver un desafío virtual. Lejos de verlo como una amenaza, los docentes que logran abrirse a estas experiencias descubren un terreno de aprendizaje compartido, donde se acortan distancias y se fortalecen los vínculos.
El aula no es un escenario de un único sentido. Es un espacio de ida y vuelta, de encuentros auténticos y de aprendizajes múltiples. Reconocer que los alumnos también enseñan es abrazar una forma de educar más humana, más cercana y más real. Porque los saberes no siempre vienen de quien tiene el título, sino de quien tiene la mirada limpia y el corazón dispuesto.
En definitiva, los mejores docentes no son los que lo saben todo, sino los que nunca dejan de aprender. Y muchas veces, sus mejores maestros están sentados en las primeras filas de la clase.