Por: Maximiliano Catalisano

Incorporar tecnología en el aula no significa simplemente sumar dispositivos o usar plataformas digitales. Se trata de pensar con claridad para qué y cómo usar cada recurso, de modo que potencie lo que queremos enseñar y fortalezca los aprendizajes de los estudiantes. La clave no está en la herramienta, sino en cómo se pone al servicio de una buena práctica docente.

La planificación es el punto de partida. No se trata de reemplazar contenidos ni transformar todo en digital, sino de elegir con intención. ¿Qué tipo de experiencia queremos proponer? ¿Qué formato acompaña mejor el objetivo de aprendizaje? ¿Cómo pueden los estudiantes interactuar con ese recurso de forma activa? Esas preguntas guían la selección de herramientas, evitando caer en el uso por moda o por obligación.

Un video breve puede introducir una problemática, una app puede servir para resolver ejercicios en forma colaborativa, una presentación puede ayudar a ordenar ideas o a socializar producciones. Lo importante es no perder de vista que el foco está en el contenido y en la interacción que se construye en torno a él. La tecnología debe sumar, no distraer ni complicar.

Otro aspecto relevante es acompañar a los estudiantes en el uso responsable y creativo de las herramientas digitales. Esto no se logra con prohibiciones, sino con espacios de reflexión, criterios compartidos y experiencias que les permitan aprender a discernir. Incorporar la tecnología es también enseñar a convivir con ella, a utilizarla como medio y no como fin.

Finalmente, la propia práctica docente se transforma. La tecnología permite repensar la forma de evaluar, de comunicarse, de organizar el tiempo y el espacio del aula. No reemplaza al docente, lo desafía a seguir aprendiendo, a combinar recursos y a elegir con criterio. En la era digital, enseñar con tecnología es también una forma de sostener la enseñanza con creatividad, sensibilidad y mirada pedagógica.