Por: Maximiliano Catalisano

En tiempos de incertidumbre, pocas cosas siguen pareciendo tan fundamentales como la educación. No por una frase hecha ni por tradición, sino porque en ella se apoya todo lo demás. Pensar, decidir, convivir, imaginar, construir, disentir, todo nace o se afina en experiencias educativas, formales o informales, visibles o silenciosas. Valorar la educación no es un gesto simbólico ni un acto de calendario: es reconocer que sin ella se nos hace imposible pensar un futuro colectivo. No es exagerado decir que la educación puede ser el eje de todo, porque atraviesa desde la primera infancia hasta la vida adulta, desde el aula hasta las relaciones más profundas que tejemos con el mundo.

Cuando se pone a la educación en el centro, no se está hablando solo de instituciones o contenidos. Se está hablando de humanidad, de la posibilidad de aprender a vivir con otros, de comprender lo que pasa alrededor, de imaginar salidas cuando las certezas se desvanecen. Educar no es solo enseñar, es también aprender a estar, a escuchar, a sostener preguntas. Y valorar esa experiencia implica defenderla, pensarla, cuidarla. No como una tarea aislada, sino como un compromiso compartido entre personas, generaciones y territorios. Porque una sociedad que valora la educación no lo dice, lo demuestra: en cómo trata a quienes enseñan, en cómo escucha a quienes aprenden, en cómo construye espacios donde el saber tenga lugar.

Hay algo que la educación tiene y no se reemplaza con nada: la posibilidad de transformación. Pero no una transformación de manual, sino una que nace del encuentro, del diálogo, del tiempo que requiere aprender algo de verdad. Por eso, valorarla no es solo destacarla en el discurso. Es preguntarse cuánto lugar le damos en nuestras decisiones, cuánto nos importa que otros tengan acceso a ella en condiciones reales, cuánto estamos dispuestos a revisar para que siga siendo significativa. Cuando la educación pierde lugar, no solo se empobrece la escuela: se empobrece el pensamiento colectivo. Y cuando se la protege, se abren caminos que no se ven de inmediato, pero que se sienten con el tiempo.

Valorar la educación como eje principal es también recordar que en cada proceso educativo hay una construcción de sentido. Que no se trata solo de avanzar, sino de preguntarse hacia dónde y para qué. En un mundo lleno de estímulos, de velocidad, de fragmentación, defender la centralidad de la educación es casi un acto de resistencia. Porque donde hay educación que vale la pena, hay esperanza. Y donde hay esperanza, hay posibilidad de seguir pensando un futuro que valga la pena para todos.