Por: Maximiliano Catalisano

¿Quién no recuerda alguna clase, un docente o un momento escolar que le generó una emoción tan fuerte que quedó grabado para siempre? Las emociones son un motor silencioso, pero poderosísimo, en todos los procesos de aprendizaje. Cuando una experiencia educativa está vinculada con la alegría, la curiosidad, el interés o incluso el desafío, es mucho más probable que esa información se fije en la memoria y que el deseo de seguir aprendiendo crezca. Por eso, entender el papel de las emociones en la escuela es una de las claves para transformar la enseñanza y conectar mejor con los estudiantes.

La ciencia viene demostrando hace tiempo que la memoria no funciona como un simple almacenamiento de datos. Lo que recordamos está profundamente atravesado por lo que sentimos al vivir cada experiencia. Las emociones positivas abren la mente, favorecen la atención y estimulan la curiosidad. A la vez, las emociones negativas, como el miedo o la ansiedad, pueden bloquear los aprendizajes, generar frustración y hacer que un contenido se vuelva difícil de recordar. La memoria necesita emoción, pero necesita también un clima que permita que esa emoción sea constructiva.

Esto nos lleva directamente a pensar en la motivación. Aprendemos mejor cuando sentimos que lo que estamos haciendo tiene sentido, nos interesa o nos despierta preguntas. No se trata solo de entretener a los estudiantes, sino de despertar en ellos el deseo genuino de aprender. Las emociones funcionan como una especie de puente invisible entre el contenido y la persona. Un proyecto desafiante, una clase participativa, un docente que muestra pasión por lo que enseña o un contexto cuidado pueden ser factores que potencien ese puente.

Es importante tener en cuenta que no todas las personas se emocionan con las mismas cosas. Por eso, ofrecer propuestas variadas, que permitan a cada estudiante encontrar su propio interés, es un camino valioso. El aprendizaje personalizado, las experiencias significativas y la posibilidad de relacionar lo que se enseña con la vida cotidiana ayudan a fortalecer ese vínculo emocional con el conocimiento.

El aula no es solo un espacio donde se transmiten contenidos. Es un espacio donde las personas sienten, se entusiasman, se frustran, se superan y se conectan con los demás. Por eso, crear ambientes de confianza, dar lugar a la expresión emocional y tener en cuenta lo que cada estudiante está viviendo hace que aprender no sea solo una obligación, sino una oportunidad de crecimiento real.

Si queremos que los aprendizajes sean duraderos, es fundamental entender que la memoria y la motivación no funcionan solas. Necesitan emoción. Porque al final, lo que más recordamos no son solo los datos, las fórmulas o las fechas. Lo que recordamos, para siempre, es aquello que nos hizo sentir algo.