Por: Maximiliano Catalisano

La escuela es un espacio donde se construyen conocimientos, pero también donde se forman subjetividades. En este contexto, el derecho a la identidad cultural y de género se presenta como un eje fundamental para garantizar que cada estudiante sea reconocido en su singularidad y pueda desarrollarse en un entorno de respeto. Las aulas, como escenarios de diversidad, deben promover espacios de expresión que permitan a niños y adolescentes construir su identidad sin miedo al rechazo o la exclusión.

El reconocimiento de la identidad cultural implica valorar las raíces, costumbres y formas de vida de cada estudiante, sin imponer una mirada única sobre la realidad. La inclusión de relatos, lenguajes y tradiciones diversas en los contenidos escolares permite que todos se sientan parte del proceso educativo. Desde la literatura hasta la historia, pasando por el arte y la música, cada disciplina puede convertirse en una oportunidad para visibilizar la riqueza de las distintas comunidades.

En cuanto a la identidad de género, el aula es un espacio clave donde las infancias y adolescencias pueden explorar y expresar quiénes son. El uso del nombre elegido, el respeto por la autoidentificación y la generación de un ambiente libre de estereotipos contribuyen a que cada estudiante transite su recorrido escolar con mayor bienestar. Las normativas y políticas educativas en muchos países han avanzado en este sentido, pero su implementación efectiva depende del compromiso diario de docentes y equipos de conducción.

Los debates en torno a estas temáticas no son nuevos, pero hoy adquieren una relevancia mayor en el ámbito educativo. La formación docente en diversidad y derechos humanos es fundamental para transformar la escuela en un espacio donde nadie tenga que ocultar quién es. Abrir la conversación, repensar prácticas y escuchar activamente a los estudiantes son pasos necesarios para construir aulas donde la identidad no sea un motivo de discriminación, sino un valor a celebrar.