Por: Maximiliano Catalisano

El juego es una de las actividades más naturales y poderosas en la infancia. Aunque a simple vista pueda parecer solo una forma de pasar el tiempo, cada vez más investigaciones y experiencias en el aula confirman que jugar es una manera de aprender profundamente. Cuando un niño juega, experimenta el mundo, lo explora, lo interpreta y lo transforma. Y en ese recorrido va desarrollando habilidades cognitivas, emocionales, sociales y físicas sin siquiera darse cuenta.

Más allá de los juguetes y las reglas, el juego ofrece un escenario de libertad y creatividad donde los chicos pueden expresar sus ideas, resolver conflictos, practicar roles y poner en marcha su imaginación. Ya sea con bloques, títeres o juegos de patio, siempre está ocurriendo algo más que lo visible. Hay lenguaje, hay pensamiento, hay cuerpo, hay emociones. En cada situación lúdica se pone en marcha un entrenamiento valiosísimo para la vida.

En el entorno escolar, el juego no debería ser solo parte del recreo. Integrarlo a las propuestas pedagógicas permite conectar con los intereses reales de los estudiantes, activar la motivación y fortalecer los vínculos. Un aula que da lugar al juego es un espacio que escucha a la infancia. Las consignas lúdicas no requieren de grandes recursos ni de dinámicas complejas. Basta con tener la intención de darles tiempo, espacio y un marco de respeto a los chicos para que puedan jugar con sentido.

El juego también es una herramienta poderosa para el desarrollo emocional. A través del juego simbólico, los niños ponen en palabras lo que sienten, reviven escenas del día a día, procesan temores y encuentran soluciones. En un mundo donde muchas veces se apura la madurez, dejar que los niños jueguen es una forma de proteger su salud emocional.

No hay un único modo de jugar. Cada infancia inventa su propio estilo y ritmo. Por eso es tan importante ofrecer variedad: juegos tranquilos y juegos de movimiento, juegos de mesa y juegos con el cuerpo, juegos de construcción y juegos de roles. Todos aportan algo diferente y enriquecen el desarrollo desde múltiples dimensiones.

El desafío está en no subestimar el poder del juego. Darle el valor que merece, tanto en casa como en la escuela, es reconocer que en cada momento lúdico hay aprendizajes que acompañarán a los niños por el resto de sus vidas.