Por: Maximiliano Catalisano
Hay ideas que nacen en una clase de tecnología, otras que aparecen al vender tortas en una feria o al armar un proyecto solidario en grupo. En la escuela, muchas veces el espíritu emprendedor se manifiesta sin que nadie lo haya nombrado, pero cuando se lo reconoce, se lo alimenta y se lo integra al día a día escolar, el potencial de los estudiantes se multiplica. Fomentar esta mirada no se trata solo de enseñar a crear un negocio, sino de ayudar a descubrir habilidades, impulsar la autonomía, invitar a pensar en soluciones y acompañar el deseo de hacer.
Incorporar el espíritu emprendedor en la escuela implica ofrecer espacios donde los estudiantes puedan imaginar, planificar y ejecutar ideas propias. Se trata de promover el pensamiento creativo, la toma de decisiones, la colaboración, el trabajo con objetivos concretos y la capacidad de asumir riesgos calculados. Desde la organización de un evento escolar hasta el desarrollo de una app, hay miles de formas en que los chicos pueden emprender. Lo importante es que la escuela no sea un freno, sino una plataforma que acompañe esas iniciativas.
También es clave que el entorno escolar valide el error como parte del proceso. Nadie emprende sin equivocarse, y muchas veces las mejores ideas aparecen después de varios intentos fallidos. La tolerancia a la frustración, la revisión de lo hecho, la búsqueda de alternativas y el volver a empezar son aprendizajes tan valiosos como los contenidos curriculares. Cuando se trabaja desde esta lógica, la motivación cambia: los estudiantes no esperan que todo les sea dado, sino que se vuelven protagonistas de lo que hacen.
Además, desarrollar el espíritu emprendedor no es algo reservado solo a determinadas edades o materias. Puede empezar desde muy temprano, en juegos que imitan la vida real, en la creación de historias colectivas, en la gestión de pequeños proyectos. También puede vincularse con temas como el cuidado del ambiente, la tecnología, el arte, el deporte o la comunidad. La clave está en habilitar el deseo, brindar herramientas, acompañar sin invadir.
La escuela que despierta este espíritu no forma solo estudiantes que memorizan. Forma personas que se animan a pensar distinto, a buscar caminos propios, a construir desde la acción. Y en un mundo que cambia tan rápido, esa es una semilla que vale la pena cuidar.