Por: Maximiliano Catalisano
Hablar de evaluación muchas veces genera incomodidad. No solo en quienes aprenden, sino también en quienes enseñan. Evaluar parece estar asociado al juicio, a la nota, al resultado. Pero, ¿y si empezamos a pensar la evaluación como una oportunidad para mirar lo que sucede en el aula? ¿Y si, en lugar de cerrar procesos, ayudara a abrir preguntas? Evaluar sin miedo no significa evaluar sin responsabilidad, sino animarse a construir una mirada que acompañe, que registre y que oriente. Una mirada que no castiga, sino que aprende con y desde lo que ocurre.
La evaluación formativa propone salir del lugar de control y acercarse al de escucha. En vez de esperar al final para “ver cómo salió”, implica acompañar el recorrido con devoluciones que tengan sentido, con momentos para revisar lo hecho, con espacios para ajustar, reintentar, resignificar. Evaluar se vuelve entonces parte del aprendizaje, no algo que sucede después. Y eso transforma también la relación con el error, que deja de ser algo a evitar para convertirse en una fuente de comprensión.
No se trata de eliminar la calificación si el sistema la exige, sino de no reducir la evaluación solo a eso. De incluir instrumentos variados, de generar instancias donde el estudiante pueda mostrar lo que sabe de distintas maneras. De hacer preguntas que inviten a pensar, no solo a repetir. Y también de permitir la autoevaluación y la coevaluación como formas de asumir un rol activo en el propio proceso.
Evaluar sin miedo también es darle sentido a lo que se pide. Si el estudiante no entiende por qué hace lo que hace, es difícil que le importe cómo lo hace. La evaluación cobra valor cuando se conecta con propósitos claros, cuando devuelve algo más que un número, cuando invita a mejorar en lugar de marcar un límite. Evaluar, así pensada, es parte del vínculo pedagógico, una forma de estar presentes en lo que cada estudiante necesita.
El desafío es construir prácticas que no paralicen, sino que impulsen. Evaluar no tiene que ser una carga, sino una herramienta. Una que ayuda a mirar, a escuchar, a reorientar, a fortalecer. Y para eso hace falta animarse a cambiar el foco: de medir a comprender, de calificar a acompañar, de temer a confiar.