Por: Maximiliano Catalisano
En un tiempo donde todo puede ser cuestionado, incluso lo más evidente, la enseñanza de valores en el ámbito escolar no está exenta de controversias. ¿Quién define qué valores deben enseñarse? ¿Desde qué lugar se legitima esa enseñanza? ¿Cómo evitar que esa transmisión sea vivida como imposición? Son preguntas que no pueden eludirse si queremos que la escuela sea un espacio donde los valores se vivan y no se reciten. La enseñanza axiológica, es decir, la enseñanza referida al mundo de los valores, no es una tarea menor ni neutral. Supone una toma de posición, un compromiso con aquello que consideramos valioso para la vida en común. Y, al mismo tiempo, demanda una permanente revisión de los modos en que esa enseñanza se legitima frente a sujetos diversos, históricos y críticos.
Lo que ayer se enseñaba como indiscutible, hoy puede generar resistencias. Y lejos de ser un obstáculo, ese fenómeno puede ser una oportunidad para volver a pensar desde dónde enseñamos. No se trata de ceder ante cualquier cuestionamiento, pero sí de reconocer que la legitimidad no se hereda ni se decreta: se construye. En la práctica cotidiana, en la coherencia entre lo que se dice y lo que se hace, en la capacidad de los docentes para acompañar procesos sin imponer verdades únicas. Los valores, en este contexto, no son dogmas, sino acuerdos posibles, siempre abiertos a revisión.
La escuela no puede renunciar a su responsabilidad de formar sujetos que puedan convivir con otros en un mundo plural. Pero tampoco puede hacerlo de cualquier manera. La enseñanza axiológica necesita estar sostenida por argumentos, por vínculos, por experiencias significativas. No alcanza con declarar que algo “está bien” o “está mal”. Lo que se necesita es generar las condiciones para que los estudiantes se pregunten, se incomoden, discutan, se posicionen. Solo así el valor se convierte en parte de su subjetividad, y no en una frase para repetir.
Las familias, los medios, las redes sociales, el contexto social en su conjunto también influyen en esa construcción. Por eso, legitimar la enseñanza axiológica no es tarea exclusiva de la escuela, pero sí es responsabilidad de la escuela asumir su parte. Y esa parte implica enseñar a convivir, a respetar, a cuidar, a reparar, a dialogar. Implica también aceptar que no hay una única forma de vivir esos valores y que, muchas veces, lo más potente de una enseñanza no es su contenido, sino la manera en que se habilita una conversación genuina sobre lo que importa.
La legitimidad, en definitiva, no se da por sentada. Se gana en cada gesto que abre una pregunta, en cada situación que habilita el pensamiento crítico, en cada vínculo que pone en juego el respeto. Enseñar valores no es adoctrinar, es invitar a construir sentidos compartidos para que la convivencia sea posible. Y en ese camino, la escuela tiene todavía mucho para decir, para hacer y para sostener.