Por: Maximiliano Catalisano
Hay algo que no aparece en los documentos oficiales ni en los horarios de clase, pero que se respira apenas uno entra a una escuela. Está en los gestos cotidianos, en las decisiones que se repiten, en la forma en que se recibe a las familias o en cómo se acompaña a un estudiante que llega por primera vez. Eso que se vive, pero no siempre se nombra es la cultura institucional, y entenderla permite comprender cómo funciona verdaderamente una institución más allá de los reglamentos.
La cultura institucional no se impone ni se copia. Se construye todos los días, con la participación de quienes habitan la escuela. No es lo mismo una institución que prioriza el trabajo colaborativo que otra donde cada docente trabaja de manera aislada. Tampoco tiene el mismo clima una escuela que valora la participación estudiantil que otra que deja a los alumnos al margen de las decisiones. La cultura se manifiesta en prácticas, creencias compartidas, modos de resolver conflictos, hábitos de comunicación y hasta en los silencios.
Aunque a veces se la asocia solo con la dirección o los proyectos institucionales, lo cierto es que todos forman parte de ella: docentes, estudiantes, preceptores, personal administrativo, auxiliares y familias. Cada vínculo, cada acción cotidiana, suma o resta en esa construcción que da identidad al colectivo. Y esa identidad influye directamente en los aprendizajes, en la convivencia, en el compromiso con el trabajo y en la posibilidad de hacer cambios reales.
Conocer la cultura institucional de una escuela no es mirar un organigrama. Es observar con atención qué se valora, cómo se cuida el tiempo, qué lugar se le da a la palabra del otro, cómo se construyen los acuerdos. Por eso, cuando una escuela quiere mejorar algún aspecto, no alcanza con cambiar normas o agregar tareas. Es necesario revisar si lo que se propone está en sintonía con la cultura que existe o si primero hay que trabajar para transformarla.
Hay escuelas que, sin hacer grandes anuncios, logran instalar formas de trabajo donde se nota el respeto, la creatividad y el deseo de crecer. No lo hacen por decreto, sino porque hay coherencia entre lo que se dice y lo que se hace. Y esa coherencia genera confianza, sentido de pertenencia y una forma de trabajar que trasciende lo individual.
Reflexionar sobre la cultura institucional no es algo teórico ni abstracto. Es una herramienta poderosa para repensar prácticas, abrir espacios de diálogo y tomar decisiones más conscientes. Cuando las instituciones miran hacia adentro con honestidad, pueden encontrar nuevas formas de crecer sin perder su esencia.