Por: Maximiliano Catalisano
En tiempos donde la velocidad y la competencia parecen marcar el ritmo de la vida, detenerse a mirar al otro se ha vuelto un acto profundamente educativo. La escuela, como espacio de encuentro cotidiano, tiene la oportunidad única de enseñar algo que no figura en los libros, pero que transforma profundamente las relaciones: la empatía. Fomentar la capacidad de ponerse en el lugar del otro, de comprender sus emociones y necesidades, es tan importante como enseñar a leer o a resolver problemas matemáticos. En un aula donde los estudiantes aprenden a reconocer y respetar las diferencias, se construye una comunidad más solidaria, colaborativa y humana.
La empatía no es una habilidad que surja de manera espontánea; se aprende, se ejercita y se fortalece en la práctica. En la escuela, este aprendizaje comienza con el ejemplo del docente. Cuando un maestro escucha con atención, cuando valida las emociones de sus alumnos o cuando promueve el diálogo en lugar del castigo, está enseñando mucho más que contenidos: está mostrando cómo se convive. La empatía se transmite a través de gestos, palabras y actitudes cotidianas que construyen un clima de respeto y confianza.
Para promoverla, es fundamental crear un ambiente donde cada estudiante sienta que su voz es valorada. Escuchar activamente lo que los alumnos piensan o sienten acerca de su entorno escolar es una manera de reconocerlos como personas con historias y emociones propias. Actividades simples, como los círculos de palabra, los debates respetuosos o los espacios de tutoría, permiten que los chicos compartan experiencias, se escuchen entre sí y aprendan a mirar desde la perspectiva del otro. En esos momentos, el aula deja de ser solo un espacio de enseñanza para convertirse en una comunidad de comprensión mutua.
La empatía también se construye a partir de la diversidad. En la escuela conviven distintas realidades, maneras de pensar y sentir, y justamente en esa variedad se encuentra una oportunidad educativa inmensa. Enseñar a los estudiantes a respetar las diferencias culturales, sociales o personales no implica uniformar las miradas, sino celebrar la pluralidad. La educación empática enseña que el otro no es una amenaza, sino una posibilidad de crecimiento. Cuando los alumnos aprenden a comprender antes que juzgar, el aula se transforma en un lugar más inclusivo y sereno.
Otro modo de fortalecer la empatía es a través del trabajo cooperativo. Las actividades grupales que requieren colaboración y responsabilidad compartida ayudan a los estudiantes a considerar las necesidades de los demás. Cuando deben planificar juntos, repartir tareas o resolver conflictos, desarrollan habilidades sociales que serán esenciales en su vida adulta. Aprenden que los logros colectivos dependen del compromiso individual, pero también del cuidado mutuo. Un grupo donde se practica la empatía no busca el protagonismo de uno, sino el bienestar de todos.
Las emociones también cumplen un papel central en este proceso. Muchas veces la escuela prioriza lo cognitivo y deja de lado lo emocional, pero ambos aspectos están profundamente conectados. Un estudiante que se siente comprendido y contenido aprende mejor, se anima a participar más y desarrolla mayor confianza. Por eso, enseñar empatía implica enseñar a reconocer las emociones propias y ajenas, a nombrarlas, a gestionarlas y a responder con sensibilidad. Actividades artísticas, dramatizaciones o lecturas compartidas pueden servir como disparadores para trabajar la expresión emocional y fortalecer el entendimiento mutuo.
En este sentido, la literatura infantil y juvenil es una aliada poderosa. Los relatos permiten ponerse en la piel de personajes distintos, explorar sus pensamientos y comprender sus decisiones. Leer juntos, comentar lo que sienten los protagonistas o reflexionar sobre las actitudes de los personajes abre la puerta a conversaciones valiosas sobre el respeto, la justicia y la compasión. Del mismo modo, el cine, el teatro o los proyectos solidarios permiten ampliar la mirada y reconocer realidades que de otro modo permanecerían invisibles.
El rol del docente es fundamental, pero no exclusivo. Toda la comunidad educativa puede contribuir a formar una cultura de la empatía. Las familias, los equipos de orientación y los directivos también tienen la posibilidad de reforzar mensajes que promuevan la comprensión, el diálogo y la escucha. La empatía se convierte así en un valor compartido, sostenido por todos los que forman parte del proceso educativo. Una escuela que enseña empatía no solo educa para el conocimiento, sino para la vida.
Es importante destacar que desarrollar empatía no significa evitar los conflictos. Por el contrario, implica aprender a enfrentarlos con respeto, buscando entender las razones del otro y construyendo soluciones conjuntas. En un aula empática, los desacuerdos se transforman en oportunidades para practicar la tolerancia y la comunicación. Los alumnos aprenden que no siempre se trata de pensar igual, sino de convivir desde el reconocimiento mutuo.
La empatía no se enseña de un día para otro. Es un proceso continuo que requiere tiempo, coherencia y sensibilidad. Pero cuando se logra, los resultados son visibles: las relaciones entre compañeros mejoran, los vínculos con los docentes se fortalecen y el aprendizaje se vuelve más significativo. En un mundo donde muchas veces prima la indiferencia, educar en la empatía es una apuesta por la humanidad, por una escuela donde cada persona se sienta mirada, comprendida y valorada.
La educación del futuro no puede limitarse a formar mentes brillantes; también debe formar corazones atentos. Enseñar empatía es sembrar la capacidad de construir juntos, de cuidar, de acompañar. Porque solo cuando aprendemos a mirar al otro con comprensión, podemos construir un mundo verdaderamente compartido, dentro y fuera de las aulas.
