Por: Maximiliano Catalisano

Hay algo que no aparece en los manuales ni en los programas escolares, pero que está presente todos los días, en cada rincón de la escuela: los valores. No se enseñan con una clase teórica ni con una evaluación escrita. Se transmiten de manera silenciosa, pero poderosa, a través de los gestos, las palabras, las actitudes y los modos de vincularse. La práctica de enseñar no solo consiste en compartir conocimientos o preparar a los estudiantes para rendir exámenes. Enseñar también es inspirar. Es mostrar con el propio ejemplo aquello que queremos que los demás aprendan.

Los valores atraviesan la tarea docente de maneras infinitas. Cuando un docente escucha con atención, está enseñando respeto. Cuando propone un trabajo grupal, está transmitiendo la importancia de la colaboración. Cuando reconoce el esfuerzo, está enseñando a valorar el proceso más que el resultado. Y cuando acompaña con paciencia los errores de un estudiante, está mostrando qué significa ser empático.

Inspirar valores no es tarea fácil. Es un trabajo cotidiano que exige coherencia entre lo que se dice y lo que se hace. Porque las palabras vacías se olvidan rápido, pero las experiencias compartidas, los gestos genuinos y las actitudes honestas quedan grabadas en la memoria afectiva de cada alumno. La escuela es un escenario privilegiado para trabajar estos aprendizajes que no figuran en los boletines, pero que son esenciales para la vida.

La convivencia diaria ofrece miles de oportunidades para inspirar valores. Resolver un conflicto, planear una salida educativa, realizar un proyecto solidario o simplemente organizar una asamblea de aula son momentos que enseñan mucho más que los contenidos curriculares. En todos esos espacios se construye un modo de estar con otros, de respetar las diferencias, de defender los derechos, de cuidar los vínculos y de ser parte de una comunidad.

El gran desafío está en asumir que cada docente es, sin proponérselo siempre, una referencia. Alguien que los estudiantes observan, imitan y recuerdan. Por eso, más allá de los contenidos, la práctica de enseñar es también un acto de inspiración. Es sembrar valores que acompañarán a esos chicos y chicas mucho tiempo después de haber dejado el aula.