Por: Maximiliano Catalisano

Cuando planificamos pensando en lo que esperamos que los estudiantes logren, algo cambia. En lugar de comenzar por las actividades o los contenidos, partimos del propósito, del para qué. Esta forma de diseñar, conocida como diseño invertido, propone que el punto de partida no sea la secuencia que armamos ni el tema del libro, sino la comprensión profunda que buscamos que los estudiantes construyan. Y eso implica tomar decisiones más conscientes, más conectadas con el sentido de enseñar.

El diseño invertido nos invita a preguntarnos primero qué queremos que los estudiantes sean capaces de hacer al final del recorrido. ¿Qué ideas queremos que les queden? ¿Qué habilidades queremos que desarrollen? ¿Qué tipo de producciones podrían evidenciar ese aprendizaje? Con esas respuestas, podemos mirar hacia atrás y construir el camino que lleva hasta ahí. De este modo, las actividades que elegimos tienen un sentido claro: no son solo ejercicios o prácticas aisladas, sino peldaños que los acercan a ese logro final.

Este enfoque también permite que la evaluación tenga otro lugar. No aparece solo al final del proceso, sino que forma parte desde el principio. Saber qué se quiere evaluar desde el inicio da claridad y permite que las propuestas tengan coherencia. La evaluación deja de ser un momento aislado y se transforma en una guía para acompañar el recorrido de aprendizaje.

Además, al planificar desde los logros esperados, ganamos en intencionalidad. No se trata solo de avanzar en un programa o cubrir una cantidad de contenidos, sino de pensar cómo esos contenidos se articulan con capacidades más amplias. Esto nos permite ser más selectivos, más precisos, y evita que diseñemos clases con actividades desarticuladas o sin un hilo conductor.

Diseñar desde el final no significa encorsetar la enseñanza, sino darle dirección. Permite imaginar con mayor claridad qué experiencias de aprendizaje pueden ser más significativas, qué recursos pueden favorecer la comprensión, qué estrategias pueden habilitar una participación más activa. Y también deja lugar para el ajuste, porque si sabemos hacia dónde vamos, es más fácil decidir cómo adaptar el camino cuando algo no sale como esperamos.

Esta forma de pensar la planificación puede parecer un cambio de lógica, pero en realidad es una invitación a hacer más visibles nuestras intenciones como docentes. Nos recuerda que enseñar no es solo transmitir información, sino acompañar procesos que tienen un propósito claro. Empezar por el final, entonces, no es cerrarse a lo que pueda surgir, sino saber hacia dónde caminar para que lo que enseñamos tenga sentido.

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