Por: Maximiliano Catalisano
Hay días en que el aula se convierte en mucho más que un lugar de clases. Se transforma en un espacio donde las emociones laten fuerte, donde una mirada puede decir más que una palabra y donde, sin darnos cuenta, también se aprende a sentir. Reconocer esta dimensión emocional dentro del aula no solo enriquece la enseñanza, sino que fortalece los vínculos, habilita la confianza y da lugar a experiencias que marcan la trayectoria escolar de los estudiantes.
El aula puede ser un espacio seguro para expresar lo que nos pasa. Cuando los estudiantes sienten que pueden hablar sin ser juzgados, cuando se abren canales para compartir preocupaciones, miedos o alegrías, se crea un clima donde el aprendizaje fluye de otra manera. No se trata de hacer terapia en clase, sino de entender que enseñar también implica acompañar, estar atentos, escuchar y generar momentos donde lo emocional tenga un lugar posible.
Algunas prácticas ayudan a construir este clima: empezar la jornada con una ronda de palabras breves, registrar cómo nos sentimos con una dinámica visual o permitir que ciertos trabajos integren lo personal. También es importante el modo en que se resuelven los conflictos, cómo se maneja el error, la espera, el desacuerdo. Cada gesto docente comunica. Cada decisión puede reforzar o bloquear la expresión emocional.
La presencia de lo emocional no interfiere en el aprendizaje. Al contrario: lo potencia. Un alumno que se siente bien tratado y contenido está más dispuesto a participar, a preguntar, a intentar. Y lo mismo sucede con los docentes. La escuela también necesita cuidarse a sí misma, abrir espacios de diálogo, de escucha entre adultos, para acompañar desde un lugar genuino.
Trabajar con las emociones en el aula no exige grandes cambios de contenidos ni incorporar técnicas complejas. A veces, alcanza con sostener la palabra, dar lugar a la pausa o mirar al otro sin apuro. Lo importante es hacerlo desde lo humano, sabiendo que cada gesto importa y que cada emoción reconocida también educa.