Por: Maximiliano Catalisano

Hay momentos de la vida escolar que se quedan grabados para siempre. Un viaje, un proyecto, una clase distinta, un experimento, una obra de teatro o una salida educativa. Curiosamente, no siempre son los temas más importantes del programa o las horas de estudio frente al cuaderno los que se recuerdan con mayor nitidez. Son las vivencias, lo que se sintió, lo que se hizo, lo que se compartió. El aprendizaje basado en experiencias se apoya en esa idea: aprendemos mejor aquello que vivimos. Y no solo lo recordamos más, sino que lo entendemos desde un lugar más profundo y genuino.

La educación tradicional suele separar demasiado el conocimiento de la experiencia. Se enseña teoría, se memorizan conceptos y se evalúa con pruebas. Pero el mundo real funciona de otra manera. La vida cotidiana, los trabajos, los vínculos y las decisiones no ocurren en un papel, sino en contextos concretos que exigen poner en juego habilidades, resolver problemas y adaptarse. El aprendizaje basado en experiencias busca llevar esa lógica al aula, permitiendo que los estudiantes no solo escuchen o lean, sino que hagan, exploren, construyan y se involucren de verdad.

Este tipo de propuestas permite que los alumnos pasen de ser observadores pasivos a protagonistas activos. Aprenden investigando, trabajando en proyectos, participando de simulaciones, creando productos o enfrentando situaciones similares a las que vivirán fuera de la escuela. No es un aprendizaje mecánico, es un aprendizaje vivo, donde intervienen las emociones, el cuerpo, los sentidos y los vínculos con otros.

Además, la neurociencia lo confirma: cuando las personas se emocionan, se sorprenden, se ríen, se movilizan o logran superar un desafío, el cerebro libera sustancias que fortalecen la memoria y las conexiones neuronales. Es decir, lo que se vive intensamente se recuerda mejor y por más tiempo. Por eso, las experiencias de aprendizaje no solo hacen que los contenidos lleguen, sino que también permanezcan.

El aprendizaje basado en experiencias no necesita siempre grandes recursos o escenarios extraordinarios. Muchas veces alcanza con cambiar la dinámica, proponer un desafío, salir al patio, usar un juego, crear una simulación o resolver un problema real. Lo importante es generar un ambiente donde aprender se sienta como algo auténtico y no como una obligación desconectada de la vida.

Pensar una escuela más experiencial también es pensar en una escuela más significativa. Es diseñar propuestas donde los saberes se construyan a partir de la acción, el ensayo, el error y la reflexión. Es permitir que cada estudiante descubra que aprender no es solo estudiar para un examen, sino vivir procesos que transforman su manera de mirar el mundo.

Las escuelas que logran que sus estudiantes aprendan haciendo, viviendo y sintiendo están formando personas más preparadas para afrontar los desafíos del presente y del futuro. Porque al final, lo que verdaderamente recordamos no es solo lo que nos enseñaron, sino lo que realmente vivimos.