Por: Maximiliano Catalisano
Cuidar no es una habilidad menor ni una tarea secundaria: es un modo de estar en el mundo. Cada vez más docentes, familias y escuelas comienzan a advertir que la educación del presente necesita otro pulso, uno que enseñe a mirar con atención, relacionarse con responsabilidad y actuar con sensibilidad frente a los desafíos del siglo XXI. Hablar de una pedagogía del cuidado no se trata solo de sumar actividades ecológicas o campañas solidarias, sino de ayudar a niñas, niños y adolescentes a comprender que su forma de vincularse con el entorno —social, natural y tecnológico— define directamente el mañana. Esta nota propone explorar qué significa educar para cuidar, cómo hacerlo posible desde cualquier institución educativa y por qué este enfoque puede transformar la experiencia escolar de manera profunda y duradera.
Educar para el cuidado implica formar estudiantes capaces de reconocer su impacto en la comunidad, en la naturaleza y en sí mismos. Vivimos en una época marcada por cambios ambientales, nuevas tecnologías, tensiones sociales y desafíos culturales que atraviesan todas las edades. Frente a este escenario, enseñar contenidos ya no alcanza: necesitamos cultivar actitudes que sostengan una convivencia más consciente. El cuidado se vuelve entonces una brújula que orienta las decisiones, que invita a detenerse, pensar, sentir y actuar desde una perspectiva más amplia que la propia.
En el plano ambiental, el cuidado ayuda a comprender que cada acción cotidiana está conectada con algo mayor: la energía que usamos, los residuos que generamos, los alimentos que consumimos y los recursos que necesitamos. Cuando las escuelas trabajan hábitos sencillos —como reducir desperdicios, reutilizar materiales o respetar los espacios verdes— transmiten una idea clave: cada gesto tiene consecuencia. La pedagogía del cuidado no exige grandes proyectos, sino constancia, coherencia y la construcción de rutinas responsables.
En el plano humano, cuidar implica reconocer al otro, entender que la convivencia no es espontánea y que requiere tiempo, palabras, acuerdos y escucha. La escuela puede ser un laboratorio privilegiado para aprender a comprender emociones, evitar conflictos innecesarios, pedir ayuda, acompañar, compartir y sostener vínculos saludables. El aula es un territorio en el que la sensibilidad se educa: desde trabajos grupales hasta tutorías, desde espacios de diálogo hasta momentos de reflexión que permitan nombrar lo que sentimos y necesitamos.
En el plano digital, cuidar se vuelve una urgencia. Las redes, los juegos en línea y las plataformas están presentes desde edades muy tempranas y, si no se abordan con acompañamiento, pueden generar riesgos difíciles de anticipar. Enseñar a cuidar en entornos digitales no consiste solo en advertir sobre peligros, sino en fortalecer actitudes conscientes: proteger la privacidad, elegir contenidos confiables, usar palabras respetuosas, considerar el impacto de cada comentario y comprender que lo que ocurre en la pantalla también tiene efectos en la vida real. Una pedagogía orientada al cuidado digital fomenta responsabilidad, reflexión y una convivencia más saludable en internet.
La escuela como espacio para construir una cultura del cuidado
Toda institución educativa puede transformarse en un escenario fértil para esta pedagogía. No se trata de sumar más actividades, sino de integrar el cuidado como un marco que atraviese las prácticas cotidianas. La cultura escolar se construye día a día: en cómo se habla, cómo se organiza el tiempo, cómo se resuelven conflictos y cómo se acompaña a cada estudiante.
El cuidado puede incorporarse en la organización de los recreos, en los modos de circular por la escuela, en la forma de usar los materiales, en la convivencia entre grupos, en la manera de recibir a las familias y en las decisiones sobre el uso de la tecnología. Cada pequeño ajuste ayuda a construir un clima en el que la responsabilidad compartida se hace visible. Cuando la institución misma cuida, enseña sin necesidad de palabras.
Además, esta pedagogía permite trabajar la relación entre generaciones. Las familias, los docentes y los directivos pueden impulsar proyectos comunes en los que el cuidado sea el eje: ferias ambientales, campañas solidarias, jornadas de salud, mejoras en infraestructura o talleres sobre uso responsable de la tecnología. El valor educativo de estas propuestas no reside únicamente en los resultados, sino en el proceso de colaboración.
El rol del docente en una pedagogía del cuidado
El cuidado no es un contenido fijo, sino una actitud que se transmite con el ejemplo. Por eso, el rol docente resulta central. Cada gesto cotidiano enseña: el modo de escuchar un conflicto, la forma de encarar un error, la paciencia para acompañar, la capacidad de reconocer logros, el tiempo dedicado a explicar, la coherencia entre lo que se dice y lo que se hace.
Un docente que cuida abre caminos: permite que los estudiantes confíen, se expresen y participen. Promueve ambientes donde se piensa antes de actuar, se preguntan razones y se analizan consecuencias. No se trata de imponer normas, sino de ayudar a comprender por qué son necesarias. Cuidar también es enseñar a reparar cuando algo no salió bien, a pedir disculpas, a ofrecer segundas oportunidades y a mirar más allá del propio interés.
Esta pedagogía favorece además el desarrollo de habilidades clave para el futuro: pensar de manera crítica, trabajar en equipo, comunicarse con respeto, tomar decisiones informadas y participar activamente en la comunidad. Preparar para el futuro no es solo enseñar tecnología o ciencias, sino también formar personas capaces de sostener vínculos sanos con el entorno.
Un camino posible para todas las escuelas
Aunque cada institución tiene su propio contexto, el cuidado puede convertirse en un eje común que dé coherencia a la vida escolar. El desafío no es diseñar un programa rígido, sino construir prácticas sostenibles que acompañen el crecimiento de los estudiantes. Cuando la pedagogía del cuidado se vuelve parte de la identidad educativa, las aulas se transforman en espacios donde las palabras tienen peso, las decisiones tienen sentido y las personas se sienten parte de algo más grande.
Educar para cuidar es educar para comprender que el planeta, las relaciones y las tecnologías necesitan nuestra atención cotidiana. No se trata de ofrecer discursos alarmistas, sino de promover la capacidad de actuar con conciencia, sensibilidad y propósito. En un mundo lleno de cambios, esta pedagogía ofrece un camino posible: uno que invita a pensar en el mañana sin descuidar el presente, que fortalece la convivencia y que prepara a las nuevas generaciones para construir un futuro más humano.
