Por: Maximiliano Catalisano

La planificación docente no es un simple documento que se entrega al inicio del año. Es, o debería ser, la brújula que marca la dirección, que orienta las decisiones, que permite ajustar cuando aparecen imprevistos y que da sentido a cada actividad. No se trata de tener todo resuelto desde el primer día, sino de construir un mapa que guíe el camino con claridad y flexibilidad.

Durante el ciclo lectivo, las dinámicas del aula, las particularidades del grupo y las novedades institucionales pueden modificar lo previsto. Por eso, planificar no significa encerrarse en una estructura inamovible, sino tener un marco que permita avanzar con sentido. Una planificación que se consulta, se revisa y se ajusta no pierde valor, al contrario, demuestra que está viva y que responde a las verdaderas necesidades del aula.

El inicio del año escolar suele estar cargado de entusiasmo, ideas y buenos propósitos. Sin embargo, sostener ese impulso requiere más que inspiración. Requiere una planificación que sirva como ancla y como motor. Ancla, porque recuerda los objetivos y metas trazadas. Motor, porque permite tomar decisiones didácticas que no son aleatorias ni improvisadas, sino conectadas entre sí.

Una buena planificación incorpora tiempos de revisión. No se trata de revisar porque algo “falló”, sino porque los aprendizajes se construyen en movimiento. Evaluar lo que funcionó, lo que entusiasmó, lo que generó participación, permite afinar la propuesta. Y esto solo es posible si el docente vuelve a mirar su brújula y se pregunta si aún está en el camino que trazó.

También es importante que la planificación tenga espacio para lo inesperado. Hay aprendizajes que surgen de preguntas espontáneas, de intereses que emergen, de situaciones sociales que impactan. Una planificación abierta permite que eso también forme parte del recorrido. No como desvíos, sino como oportunidades que enriquecen el viaje.

Volver a mirar lo que se escribió en marzo cuando ya estamos en octubre puede parecer innecesario. Pero ahí está la clave para no perder el rumbo. Si el plan fue bien pensado, nos devuelve la mirada y nos ayuda a comprender por qué estamos haciendo lo que hacemos. Y si hay algo que ya no tiene sentido, también nos invita a modificarlo con coherencia.

Una planificación que acompaña durante todo el ciclo lectivo no es la más extensa, ni la más formal, ni la más prolija. Es la que se transforma en una herramienta real para el trabajo docente. Y eso se logra cuando deja de ser un requisito burocrático para convertirse en una aliada que sostiene la práctica con sentido pedagógico.

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