Por: Maximiliano Catalisano

Ruptura Generacional y Educación Cívica: Cómo Enseñar Ciudadanía en un Presente que Cambia sin Pausa

La conversación sobre ciudadanía atraviesa hoy a toda la comunidad educativa. En las aulas conviven adolescentes que consumen información a gran velocidad, familias que esperan que la escuela acompañe nuevos desafíos y docentes que sienten que las prácticas tradicionales ya no alcanzan. La ruptura generacional aparece como un fenómeno visible: los jóvenes interpretan la vida pública desde lógicas digitales, instantáneas y altamente personalizadas. Frente a ese escenario, la educación cívica necesita renovarse para seguir siendo un puente entre la vida escolar y la experiencia social real. Esta nota propone un recorrido para comprender qué está ocurriendo y cómo diseñar respuestas sostenibles que no requieran grandes inversiones, sino creatividad pedagógica y una mirada actual sobre la ciudadanía.

La ruptura generacional no es un concepto nuevo, pero hoy se manifiesta con una intensidad distinta. El acceso inmediato a múltiples fuentes, la irrupción de las plataformas y la fragmentación de relatos producen una relación diferente con la información pública. Muchos adolescentes construyen opiniones desde clips breves, algoritmos y conversaciones digitales que se alejan del formato académico. Leen menos textos extensos, pero interpretan imágenes, videos y memes con una agudeza notable. La velocidad rige casi todas sus prácticas: buscan síntesis, estímulo visual y participación constante. Cuando las propuestas escolares mantienen un ritmo más lento o una lógica lineal, la desconexión aparece rápidamente. No se trata de falta de interés, sino de una brecha en códigos culturales.

En ese contexto, la educación cívica tradicional suele quedar opacada por su distancia con la vida cotidiana. Normas, instituciones y procedimientos forman parte del contenido, pero sin anclaje actual pierden capacidad formativa. Para muchos estudiantes, la ciudadanía no se vive en términos abstractos; se vive en redes sociales, en debates espontáneos, en los espacios donde se sienten escuchados. Esto obliga a transformar la enseñanza de la participación social, sin renunciar al rigor, pero adoptando lenguajes que resulten cercanos y atractivos. El desafío no es menor: conectar conocimientos formales con la cultura digital sin caer en simplificaciones.

La ruptura generacional también se observa en la forma en que los adolescentes comprenden la palabra “participación”. Para generaciones anteriores, participar implicaba asistir a reuniones, integrarse en grupos organizados o involucrarse en estructuras formales. Los jóvenes de hoy lo interpretan como una acción inmediata: reaccionar, compartir, firmar peticiones digitales, generar contenido o intervenir en un debate en línea. La ciudadanía se vivencia como un conjunto de micro acciones que pueden producir impacto visible, aunque no necesariamente sostenido. Esto abre una oportunidad pedagógica: aprovechar ese impulso para mostrar que la participación también puede ser analítica, reflexiva y sostenida en el tiempo.

Una escuela que desee renovar la educación cívica no necesita grandes recursos materiales. Requiere, más bien, un rediseño de intenciones y dinámicas. Una estrategia posible consiste en trabajar con casos reales que atraviesen la actualidad y permitan conectar conceptos institucionales con situaciones de la vida pública. Otra consiste en habilitar espacios breves pero frecuentes donde los estudiantes puedan expresar opiniones, fundamentar ideas y escuchar perspectivas diversas. El aula se convierte así en un laboratorio de conversación democrática, donde se ensayan formas de intercambio que luego podrán trasladarse a otros ámbitos sociales.

La construcción de ciudadanía también implica comprender cómo se forman las creencias en tiempos de sobreinformación. Enseñar a verificar fuentes, reconocer sesgos y detectar discursos dañinos se vuelve indispensable. Esta alfabetización digital no es un agregado opcional: es parte del nuevo lenguaje cívico. De poco sirve estudiar el sistema institucional si los adolescentes no desarrollan habilidades para navegar entornos digitales con responsabilidad. Incorporar estas temáticas no demanda dispositivos avanzados: basta con utilizar materiales accesibles, analizar contenidos públicos y trabajar de manera guiada en la interpretación crítica.

Otro componente central es el diálogo intergeneracional. La ruptura existe, pero puede transformarse en una oportunidad. Cuando docentes y estudiantes intercambian perspectivas, ambos amplían su comprensión del mundo cívico. El adulto aporta contexto histórico, profundidad y marcos legales; el estudiante aporta frescura, nuevas preguntas y una sensibilidad social diferente. Esta complementariedad permite construir un enfoque más actual, donde los contenidos no se vivan como piezas desvinculadas de la realidad, sino como herramientas que ayudan a comprender lo que ocurre en la vida pública de cada día.

Las prácticas de simulación también funcionan como un puente poderoso. Reproducir una sesión legislativa, analizar un conflicto comunitario o recrear un proceso de toma de decisiones permite a los estudiantes experimentar roles y comprender dinámicas institucionales sin caer en clases expositivas extensas. Estas actividades promueven habilidades blandas, fortalecen la argumentación y ayudan a consolidar una mirada integral sobre la convivencia democrática.

Asimismo, es clave incorporar la dimensión emocional. Los jóvenes no se acercan a los temas cívicos solo con razones intelectuales. Lo hacen también desde la sensibilidad, la indignación, el humor o el deseo de pertenecer a una comunidad. Trabajar estas emociones no es incompatible con la formación ciudadana; por el contrario, la enriquece. Una propuesta cívica renovada reconoce que la participación está atravesada por aspectos afectivos que influyen en el compromiso social.

Con el avance de la inteligencia artificial y la automatización de procesos, la ciudadanía del siglo XXI incorpora temas que antes no formaban parte de los programas escolares: privacidad de datos, algoritmos, impacto tecnológico en la convivencia, nuevas formas de organización social y modelos emergentes de participación. Integrar estos contenidos permite que la educación cívica no quede confinada a modelos del pasado, sino que dialogue con el presente y prepare a los estudiantes para un entorno en transformación constante.

Finalmente, renovar la educación cívica en tiempos de ruptura generacional implica asumir que la ciudadanía es una práctica que se aprende en comunidad. La escuela no está sola: necesita diálogo con las familias, con la sociedad y con la cultura digital que hoy genera sentidos de pertenencia. Cuando todos estos actores trabajan en sintonía, el aprendizaje cívico se potencia y encuentra nuevos caminos para consolidarse.