Por: Maximiliano Catalisano


Violencia y Seguridad Escolar: Cómo Afecta la Asistencia y el Aprendizaje

La sensación de inseguridad en los entornos educativos se volvió una de las mayores preocupaciones de las familias, los docentes y las propias comunidades. Allí donde la escuela debería ser un espacio de calma y construcción colectiva, aparecen tensiones que alteran la convivencia, interrumpen el ritmo pedagógico y provocan ausencias recurrentes. Cada incidente, por pequeño que parezca, modifica el ánimo general y repercute en la percepción de los estudiantes sobre su propia capacidad de aprender. Comprender la magnitud del problema y explorar soluciones sostenibles y accesibles es hoy un paso indispensable para fortalecer la experiencia escolar de miles de chicos y chicas.

La violencia en las escuelas no surge de manera aislada. Forma parte de un entramado social más amplio donde conviven desigualdades económicas, tensiones barriales, problemas familiares y consumos problemáticos. La escuela recibe ese impacto en forma de conflictos entre estudiantes, intimidaciones, discusiones que escalan y situaciones que generan retraimiento o temor. Es un fenómeno que no se explica desde una sola causa y, por eso mismo, requiere miradas múltiples que integren lo emocional, lo social y lo pedagógico.

Uno de los efectos más visibles es la disminución de la asistencia. Cuando los estudiantes no se sienten seguros, su deseo de asistir cae y se profundiza la inasistencia intermitente. Muchas familias, especialmente en zonas urbanas con altos niveles de violencia comunitaria, temen que el trayecto hacia la escuela exponga a sus hijos a situaciones de riesgo. En otros casos, el problema está dentro de la institución: peleas frecuentes, burlas, exclusión o episodios más graves que llevan a las familias a considerar alternativas o incluso cambiar de institución. Esto genera un impacto directo en la continuidad educativa.

La trayectoria escolar se ve afectada incluso cuando los episodios no son recurrentes. La sola percepción de que la escuela es un espacio inseguro puede ser suficiente para alterar el clima de aprendizaje. Los estudiantes se concentran menos, participan menos y se muestran más irritables o más retraídos. La atención se dispersa porque la mente está ocupada en anticipar amenazas. Los docentes, por su parte, deben invertir tiempo en resolver conflictos o calmar tensiones, lo que reduce el tiempo dedicado a actividades pedagógicas.

Otro factor que influye es el deterioro de los vínculos. Una comunidad educativa que convive con episodios violentos suele mostrar signos de desconfianza entre sus integrantes. Los estudiantes perciben la falta de cohesión, los docentes sienten desgaste emocional y las familias cuestionan la capacidad del entorno escolar para ofrecer un ambiente estable. La pérdida de confianza genera un efecto en cadena: menos diálogo, menos participación, menos compromiso y, como consecuencia, experiencias escolares menos potentes.

Existen múltiples tipos de violencia que no siempre se visibilizan: agresiones verbales, acoso digital, presiones grupales, discriminación, daños materiales, consumo de sustancias en las inmediaciones de la escuela o presencia de adultos que generan intimidación. Cada uno de estos fenómenos opera de manera diferente, pero todos inciden en la forma en que los estudiantes viven la escuela. Muchos conflictos no llegan a ser denunciados formalmente, pero dejan marcas emocionales que condicionan la relación con el estudio.

La falta de programas sistemáticos de acompañamiento socioemocional profundiza el problema. Sin adultos preparados para intervenir, gestionar conflictos o identificar señales tempranas, las situaciones de riesgo se vuelven más difíciles de encarar. En muchas escuelas no hay equipos técnicos suficientes para atender la demanda y que puedan trabajar de manera preventiva. La ausencia de recursos humanos especializados obliga a docentes y directivos a asumir tareas para las que no fueron formados, lo que suma presión y desgaste cotidiano.

En este escenario, la pregunta central es cómo mejorar la seguridad escolar sin recurrir a medidas costosas o inaccesibles para muchas instituciones. La buena noticia es que existen estrategias viables, sostenibles y de bajo costo que demostraron impacto positivo en distintas comunidades.

Una de las medidas más efectivas es la construcción de acuerdos de convivencia diseñados con la participación de estudiantes. Cuando sienten que su voz es escuchada, los jóvenes se comprometen más con el cumplimiento de las normas. Estos acuerdos se pueden elaborar con guías simples que no requieren inversión económica y permiten trabajar la responsabilidad, la escucha y la resolución de conflictos de manera conjunta.

El armado de rutas seguras en el barrio es otra práctica que no demanda grandes recursos. Organizar con las familias recorridos acompañados, identificar puntos problemáticos e involucrar a comercios cercanos para alertar sobre situaciones de riesgo genera un tejido comunitario que reduce la inseguridad fuera del establecimiento.

La incorporación de mediadores escolares, incluso si se trata de estudiantes formados en técnicas básicas de resolución de conflictos, ayuda a descomprimir tensiones. No se trata de reemplazar a profesionales, sino de sumar recursos internos que mejoren el clima cotidiano mediante intervenciones rápidas y respetuosas.

Las actividades que fortalecen la pertenencia escolar también son fundamentales. Jornadas deportivas, proyectos artísticos, talleres de convivencia y espacios de tutoría entre pares reducen la violencia porque generan vínculos positivos y dan sentido al estar en la escuela. Estas iniciativas no requieren grandes presupuestos y pueden coordinarse con instituciones locales, centros culturales o clubes barriales.

La comunicación entre escuela y familia es otro componente esencial. Un sistema sencillo de avisos, canales de contacto claros y participación periódica en reuniones contribuye a generar mayor confianza. Cuando las familias se sienten integradas en la vida escolar, detectan antes los conflictos y colaboran en su resolución.

La prevención no se limita a reaccionar ante un episodio violento; también implica anticipar situaciones a través de la observación atenta de señales. Cambios bruscos en el comportamiento, ausencias repetidas, aislamiento, discusiones frecuentes o retraimiento son indicadores que pueden analizarse en equipo. Esta mirada conjunta favorece respuestas más rápidas y evita que los conflictos escalen.

El fortalecimiento de la seguridad escolar no es solo una tarea institucional; es un proceso compartido entre estudiantes, docentes, familias y comunidad. Las escuelas que lograron reducir la violencia no lo hicieron con medidas costosas, sino con estrategias consistentes, apoyo mutuo y una clara intención de construir ambientes más estables. El objetivo no es eliminar por completo los conflictos, sino generar condiciones para que se gestionen de forma saludable.

Reconocer el problema, escucharlo y abordarlo con acciones concretas y accesibles puede transformar de manera significativa la experiencia escolar. La convivencia pacífica no surge de la casualidad: se construye todos los días mediante decisiones pequeñas, prácticas sostenidas y un compromiso asumido por toda la comunidad. Allí donde la seguridad mejora, la asistencia crece y el aprendizaje florece.