Por: Maximiliano Catalisano
Cada comienzo de año escolar, cada nuevo grupo que se forma, trae consigo el desafío de aprender a convivir. En el aula se encuentran diferentes formas de pensar, de sentir, de hablar y de actuar. Allí se cruzan historias personales, expectativas familiares y miradas del mundo que no siempre coinciden. Sin embargo, justamente en esa diversidad se esconde una de las oportunidades más valiosas que ofrece la escuela: la posibilidad de construir acuerdos colectivos. Aprender a vivir con otros no es algo que se dé de manera espontánea, se enseña, se conversa, se construye paso a paso. Por eso, el aula puede y debe convertirse en un espacio donde los acuerdos no se impongan, sino que se elaboren de manera compartida.
Los acuerdos colectivos no son simples normas, sino pactos que sostienen la convivencia diaria. Son el resultado de una conversación que reconoce las necesidades de todos los miembros del grupo, donde cada voz tiene un lugar. En este sentido, el aula funciona como una pequeña sociedad, un laboratorio donde se ensayan formas de participación, respeto y diálogo que luego se trasladan a la vida fuera de la escuela. Cuando los estudiantes participan en la creación de las reglas, aprenden que la convivencia no depende de la autoridad que manda, sino del compromiso de cada uno con los demás.
Construir acuerdos como forma de aprender
Enseñar a construir acuerdos colectivos no se trata solo de mantener el orden. Es una práctica pedagógica profunda que promueve el pensamiento crítico, la empatía y la responsabilidad. En lugar de imponer un reglamento, el docente puede invitar a los estudiantes a reflexionar sobre qué tipo de grupo quieren formar, cómo quieren tratarse, qué hacer cuando surgen conflictos o qué valores consideran fundamentales.
El proceso de construcción de acuerdos puede comenzar con una conversación abierta: ¿Qué necesitamos para sentirnos bien en clase?, ¿Cómo podemos cuidarnos entre todos?, ¿Qué cosas queremos evitar para que el grupo funcione mejor? A partir de esas preguntas, se van elaborando respuestas que luego se convierten en compromisos escritos. Lo importante no es tanto el texto final, sino el proceso que llevó a construirlo, porque allí los estudiantes aprenden a escuchar, negociar y asumir responsabilidades.
Cuando el acuerdo es producto de un trabajo colectivo, su cumplimiento deja de ser una imposición externa. Se transforma en una elección consciente, en un compromiso compartido. Y eso modifica el clima del aula: los estudiantes ya no obedecen por miedo al castigo, sino por respeto al pacto que ellos mismos ayudaron a construir.
El rol del docente como facilitador del encuentro
El docente cumple un papel esencial en este proceso. Es quien propone las condiciones para el diálogo, quien garantiza que todas las voces sean escuchadas, quien ayuda a traducir las emociones en palabras y los desacuerdos en oportunidades de aprendizaje. No se trata de decidir por los estudiantes, sino de acompañarlos mientras descubren cómo decidir juntos.
Facilitar la construcción de acuerdos no implica renunciar a la autoridad pedagógica, sino ejercerla de otro modo: desde la coherencia, la escucha y la orientación. El docente no solo enseña contenidos, sino que modela actitudes. Cada vez que escucha sin interrumpir, que explica sin imponer, que propone sin imponer miedo, está enseñando algo sobre cómo se convive.
Además, la revisión periódica de los acuerdos es una parte fundamental del proceso. Las dinámicas de grupo cambian, los conflictos aparecen, y los acuerdos necesitan adaptarse. Volver sobre ellos permite reflexionar, reconocer los avances y los desafíos pendientes. De esa manera, el aula se convierte en un espacio vivo, donde las reglas no son rígidas, sino fruto de un aprendizaje continuo.
Acuerdos colectivos y convivencia democrática
En la escuela, los acuerdos colectivos son una forma concreta de educar para la vida en democracia. Participar en la construcción de normas, asumir compromisos, respetar las diferencias y aceptar las decisiones del grupo son aprendizajes que van más allá del ámbito escolar. Enseñar a convivir no es solo evitar conflictos, sino aprender a gestionarlos de manera constructiva, sin recurrir a la imposición ni al silencio.
Los acuerdos colectivos también fomentan la pertenencia. Cuando los estudiantes sienten que sus ideas fueron tenidas en cuenta, que su palabra importa, se implican más con el grupo y con la escuela. Esa implicación es la base de una convivencia saludable. En cambio, cuando las normas se perciben como ajenas o injustas, tienden a ser desobedecidas, porque no fueron asumidas como propias.
Por eso, construir acuerdos no es una pérdida de tiempo, sino una inversión en la vida del aula. Cada minuto que se dedica a hablar, reflexionar y consensuar es un paso hacia una comunidad más respetuosa y comprometida. En un mundo donde muchas veces prevalece la imposición sobre la escucha, la escuela tiene la oportunidad de enseñar otra forma de estar juntos: una que se construye entre todos, con palabras, con respeto y con paciencia.
Un aula que enseña convivencia
Cuando el aula se organiza alrededor de acuerdos colectivos, se transforma en un espacio donde se aprende no solo con la cabeza, sino también con el corazón. Los estudiantes descubren que el respeto no se impone, que las reglas pueden ser el resultado del diálogo, y que el bienestar común depende del compromiso de cada uno.
Educar en la construcción de acuerdos colectivos es, en definitiva, educar para la convivencia. Es preparar a los niños y adolescentes para participar activamente en la sociedad, para defender sus ideas sin descalificar, para escuchar antes de responder, para comprender que la vida en comunidad requiere diálogo constante.
El aula no es solo un lugar donde se enseñan contenidos, sino un territorio donde se aprende a ser parte de algo más grande. Cada acuerdo que se logra, cada palabra que se escucha, cada gesto de respeto compartido, contribuye a construir una escuela más humana, más participativa y más consciente del poder de la palabra.
En tiempos donde las diferencias suelen generar distancias, enseñar a construir acuerdos es una manera de tender puentes. Porque convivir no es estar de acuerdo en todo, sino aprender a convivir con lo que nos diferencia. Y la escuela, más que ningún otro lugar, puede ser el punto de partida de ese aprendizaje que dura toda la vida.