Por: Maximiliano Catalisano

Durante décadas, el boletín escolar fue un momento esperado, temido, celebrado o discutido. Su llegada marcaba el cierre de un proceso, resumía lo vivido en clase, comunicaba a las familias cómo iba el estudiante. Pero algo cambió. Hoy, cada vez más docentes y familias sienten que ese papel —digital o impreso— ya no alcanza. Las calificaciones no logran representar todo lo que pasa en el aula. Las escalas numéricas o conceptuales se quedan cortas frente a trayectorias diversas, complejas, atravesadas por situaciones personales, emocionales y contextuales. Y entonces surge una pregunta: ¿para qué sirve el boletín? ¿A quién le habla? ¿Qué pretendemos que diga?

La evaluación no es un número

Durante mucho tiempo se asumió que evaluar era calificar. Y que calificar era traducir en un número o palabra el resultado de una actividad, una prueba, un trimestre. Pero evaluar es otra cosa. Es acompañar un proceso, es registrar avances, detectar obstáculos, ofrecer devoluciones que permitan mejorar. El boletín debería ser el cierre de esa conversación pedagógica. Sin embargo, en muchos casos no refleja ese recorrido. Dice “bien” cuando hubo un gran esfuerzo. Dice “suficiente” cuando el estudiante estuvo ausente. Dice “10” sin explicar si hubo aprendizaje profundo o solo una buena memoria. Es ahí donde se empieza a desdibujar su sentido.

Un formato que no alcanza

Muchos docentes sienten que llenar el boletín se ha vuelto una tarea burocrática más. Que las escalas disponibles no les permiten contar lo que de verdad pasó con cada estudiante. Que los casilleros limitan lo que se quiere comunicar. Y que las observaciones generales, por más bien redactadas que estén, no siempre son leídas con detenimiento por las familias. En ese contexto, el boletín se transforma en un trámite. Y pierde su valor como herramienta de diálogo, de reflexión conjunta, de construcción compartida de la experiencia escolar.

Las familias y sus expectativas

Para muchas familias, el boletín sigue siendo el principal puente con la vida escolar. Y por eso esperan que sea claro, completo, objetivo. Pero cuando los resultados no coinciden con sus expectativas, surgen los cuestionamientos. ¿Por qué este “regular” si mi hijo estudió? ¿Por qué esta nota baja si no hubo exámenes? ¿Por qué este “muy bueno” si nunca lo vi hacer tarea? Estas preguntas reflejan un problema más profundo: la desconexión entre lo que la escuela evalúa y lo que las familias creen que se evalúa. Y esa desconexión no se resuelve con un informe trimestral, sino con mayor comunicación durante todo el año.

El boletín en contextos complejos

Las trayectorias escolares actuales son cada vez más desiguales. Hay estudiantes que no cuentan con condiciones mínimas para estudiar, que atraviesan situaciones familiares difíciles, que cambian de escuela con frecuencia. Frente a eso, las calificaciones tradicionales tienden a invisibilizar el esfuerzo real que representa sostener la asistencia, participar de clases, entregar una actividad. El boletín no muestra que hubo cinco entrevistas con la familia, ni que el estudiante mejoró su conducta, ni que logró leer un libro por primera vez. Esas cosas, que son verdaderos logros, quedan fuera del informe. Y esa omisión duele, porque deja fuera lo humano.

Caminar hacia otra forma de informar

Hoy muchas escuelas están ensayando formas alternativas para complementar el boletín. Informes narrativos, carpetas de seguimiento, espacios de devolución con estudiantes y familias. Experiencias que buscan poner en palabras lo que un casillero no puede. Pero aún falta avanzar en una verdadera transformación. No basta con cambiar el diseño o agregar columnas. Hay que revisar qué queremos que las evaluaciones digan, cómo las construimos colectivamente, y qué lugar les damos dentro del proyecto pedagógico de la escuela. El boletín debería dejar de ser una hoja de resultados para convertirse en una herramienta viva, que ayude a crecer y a mirar hacia adelante.