Por: Maximiliano Catalisano

Cada vez que un estudiante repite de año, se activan discursos que pretenden justificar esa decisión como una forma de «aprender mejor». Se repite la idea de que repetir fortalece, que obliga a esforzarse, que hace madurar. Pero en la práctica, ¿qué aprendizajes reales deja la repitencia? ¿Qué sucede cuando una persona joven, en pleno proceso de formación, es obligada a recorrer por segunda vez un camino que ya transitó sin buenos resultados? Este artículo invita a mirar de cerca esas experiencias, sin frases hechas, para pensar qué tipo de enseñanza se genera cuando el sistema elige castigar en lugar de acompañar.

Cuando la repitencia enseña a desconectarse

Una de las primeras consecuencias que suele aparecer en los estudiantes que repiten es el desinterés. Lejos de sentirse motivados por una nueva oportunidad, muchos sienten que ya saben lo que va a pasar. Ya conocen los temas, ya escucharon las explicaciones, ya vivieron ese año. La repetición, en lugar de abrir puertas, cierra posibilidades. El grupo de compañeros cambia, el sentido de pertenencia se quiebra, y muchas veces la autoestima cae. Lo que el sistema pretendía como una mejora, se transforma en una experiencia de frustración.

Además, se instala la idea de que el error o la dificultad se paga con tiempo, y no con acompañamiento. El estudiante repite, pero repite solo. No hay una propuesta diferente. No hay una mirada nueva. Hay más de lo mismo.

Aprender que no alcanza con intentar

Otro mensaje que deja la repitencia es que el esfuerzo no siempre se ve. Muchos chicos y chicas que repiten no lo hacen por falta de compromiso, sino por trayectorias complejas, por dificultades no abordadas, por problemas personales o familiares. Repetir, entonces, puede enseñarles que no importa cuánto intenten, si no logran ajustarse a ciertos criterios, quedarán afuera igual. Y esa sensación de injusticia es difícil de revertir.

La escuela, en esos casos, aparece como un espacio que no comprende. Que exige, pero no explica. Que sanciona, pero no acompaña. Y eso genera un alejamiento emocional que a veces no tiene vuelta atrás.

La repetición como etiqueta

Una vez que un estudiante repite, es muy común que quede etiquetado. Compañeros, docentes, familias: todos tienden a recordarle su condición. “Es el que repitió”, “ya debería saber esto”, “tiene que ponerse las pilas”. Esa carga simbólica impacta directamente en la forma en que la persona se vincula con el aprendizaje. Lejos de sentirse parte del grupo, aparece la idea de estar siempre por detrás. Y eso genera inseguridad, comparación, vergüenza.

Además, muchos estudiantes sienten que deben rendir el doble para que su opinión sea válida. La repitencia no se borra fácilmente del imaginario escolar. Y lo que debería ser una etapa más en una trayectoria, se convierte en una marca difícil de superar.

Cuando repetir no repara

Una de las creencias más instaladas es que repetir sirve para reparar lo que no se aprendió. Pero en la práctica, eso ocurre muy pocas veces. Porque si no se modifican las propuestas, los acompañamientos, los vínculos, el resultado suele ser el mismo. Se vuelve a recorrer un camino sin haber cambiado el mapa. Y eso no enseña, desgasta.

Muchos estudiantes repiten sin haber tenido una conversación pedagógica real sobre lo que necesitan. No se revisa por qué no aprendieron, qué estrategias podrían ayudarlos, qué dispositivos pueden acompañarlos. Simplemente se los ubica de nuevo en el mismo lugar, como si eso, por sí solo, alcanzara.

El peso emocional de quedarse atrás

Más allá de los contenidos, repetir tiene un impacto emocional fuerte. Sentirse apartado del grupo, ver que los demás avanzan mientras uno queda en pausa, es algo que deja huella. A veces se transforma en bronca, otras en tristeza, otras en indiferencia. Pero en todos los casos, genera algo. No hay repitencia sin emoción. Y esa emoción, muchas veces, no se habla.

La escuela debería ser capaz de nombrar lo que pasa. De acompañar con escucha. De revisar sus decisiones. Porque repetir no debería ser un castigo silencioso, sino una experiencia profundamente acompañada si realmente se considera necesaria. Pero eso, hoy, es la excepción.

Repensar lo que la escuela valora

Cuando se analiza a fondo la repitencia, también aparece la pregunta sobre qué es lo que la escuela considera importante. ¿Por qué alguien repite? ¿Por no memorizar contenidos? ¿Por no cumplir con ciertos formatos? ¿Por no responder como se espera? ¿Y qué sucede con las habilidades que no se miden en las calificaciones, pero que son fundamentales para la vida? ¿Esas también cuentan?

La repitencia, en muchos casos, enseña que solo vale lo que se puede poner en una nota. Y eso empobrece la experiencia educativa. Porque hay aprendizajes valiosísimos que quedan fuera de los registros, y que sin embargo definen trayectorias.

Mirar con otros ojos las trayectorias escolares

Si se quiere una escuela que acompañe de verdad, es necesario mirar con otros ojos las trayectorias. Comprender que no todos aprenden al mismo ritmo, que no todas las dificultades son retrocesos, que no todas las curvas del camino son errores. La repitencia, muchas veces, es una solución vieja para problemas que necesitan respuestas nuevas.

El desafío no es decidir si alguien debe repetir o no, sino pensar qué puede hacer la escuela para que cada estudiante se sienta parte. Qué ajustes son posibles, qué apoyos se pueden ofrecer, qué alternativas existen. Porque si el único camino es repetir, no hay verdadero acompañamiento. Solo hay una puerta cerrada que se disfraza de segunda oportunidad.