Por: Maximiliano Catalisano

Hay preguntas que se cuelan cada tanto en las conversaciones docentes, pero que quizás necesitan convertirse en rutina. ¿Qué estamos enseñando? ¿Para qué lo hacemos? ¿A quiénes va dirigido ese contenido que seleccionamos, planificamos y llevamos al aula? En un mundo que cambia a gran velocidad, revisar el currículo no debería ser un ejercicio aislado ni excepcional. Debería ser parte del ADN educativo: observar con honestidad, reformular con intención y decidir con conciencia.

Los programas escolares fueron pensados, en muchos casos, con lógicas del siglo pasado. Y aunque han sido modificados y adaptados, muchas veces no dialogan con las realidades de los estudiantes ni con los desafíos del presente. ¿Tiene sentido seguir enseñando ciertos contenidos sin preguntarnos si aún tienen valor para quienes los reciben? ¿Podemos seguir priorizando saberes descontextualizados cuando afuera las preguntas son otras, más urgentes, más conectadas con la vida?

Las aulas hoy son diversas en todo sentido. Los trayectos vitales de quienes las habitan son heterogéneos, sus intereses cambiaron, sus formas de aprender también. Aun así, muchas veces seguimos proponiendo lo mismo para todos, al mismo ritmo y bajo los mismos criterios. Revisar los currículos no es solo una cuestión técnica o burocrática. Es una necesidad pedagógica y ética. Porque en esa revisión se juega qué lugar le damos a la palabra de los estudiantes, cuánto nos importa lo que tienen para decir, lo que quieren saber, lo que necesitan aprender para habitar su mundo con herramientas verdaderamente útiles.

Actualizar lo que enseñamos no significa borrar todo y empezar de cero

Significa tener el coraje de preguntarnos si lo que hoy ofrecemos es significativo, si forma ciudadanos comprometidos, críticos, creativos, capaces de pensar más allá de lo obvio. Significa también dar espacio a nuevos lenguajes, a nuevos modos de construir conocimiento, a saberes emergentes que hace unos años no existían, pero que hoy son centrales para entender el presente.

Revisar lo que enseñamos es también revisar nuestras propias certezas. Animarnos a soltar contenidos que siempre estuvieron, pero que tal vez ya no convocan, no interpelan, no abren puertas. Y al mismo tiempo, darle lugar a aquello que sí puede generar sentido: problemáticas sociales, ambientales, científicas, digitales, culturales. Hacer del currículo un puente con el mundo, y no un archivo desactualizado.

La urgencia de revisar los currículos no viene de una moda o de una imposición externa. Nace de las propias aulas, de los silencios de algunos estudiantes, de sus preguntas sin respuesta, de sus ganas de aprender algo que les hable de su tiempo. Volver a mirar lo que enseñamos no es un lujo. Es una tarea imprescindible para que la escuela no se vuelva un lugar ajeno a lo que ocurre fuera de sus paredes.