Por: Maximiliano Catalisano
Cada vez más estudiantes llegan al aula con una mochila invisible que no siempre saben cómo cargar. No está hecha de libros ni de carpetas, pero pesa. Pesa la ansiedad, pesa el miedo, pesa la angustia que muchas veces no encuentran palabras para nombrarse. Y en ese contexto, la escuela no puede mirar para otro lado. Hablar de salud mental no es una moda ni un capricho. Es una necesidad urgente. Porque sin salud mental no hay aprendizaje posible, no hay vínculos sólidos, no hay bienestar que sostenga el proceso educativo. Esta nota invita a pensar por qué es tan importante abrir este tema en las escuelas, qué pasa cuando se lo silencia, y cómo empezar a construir un espacio donde los chicos y chicas no tengan que dejar sus emociones en la puerta del aula.
Las emociones también aprenden
Durante años, la escuela separó el mundo emocional del mundo académico. Como si las emociones fueran un asunto privado, y el aula un territorio neutro. Pero ya no se puede sostener esa ficción. Hoy se sabe que los estados emocionales influyen directamente en la manera de aprender, de concentrarse, de relacionarse. Un estudiante que atraviesa una situación de tristeza profunda, de ansiedad o de desregulación emocional no puede prestar atención como si nada. Su cuerpo y su mente están ocupados en sobrevivir. Y en muchos casos, nadie lo nota. O peor aún: se interpreta su conducta como desinterés, como falta de voluntad, como rebeldía.
Hablar de salud mental es empezar a ver lo que antes se negaba. Es entender que no alcanza con enseñar contenidos si no se crea un ambiente donde los chicos y chicas puedan estar bien.
Romper el silencio y habilitar la palabra
Uno de los mayores desafíos es que hablar de salud mental todavía genera miedo. Hay temor a decir algo incorrecto, a no saber cómo actuar, a abrir una caja que no se pueda cerrar. Pero el silencio también hace daño. Cuando no se habla, los malestares crecen en la sombra. Y los estudiantes aprenden que deben callar lo que sienten, fingir que todo está bien, aguantar. Eso tiene consecuencias. Hay chicos que explotan, otros que se apagan, otros que directamente se van.
Habilitar la palabra no significa transformarse en especialistas. Significa crear un clima donde se pueda nombrar lo que duele, lo que asusta, lo que agobia. Donde alguien pueda decir “me pasa esto” y no sentirse juzgado ni ridiculizado. La salud mental empieza por ser escuchada.
La escuela como espacio de cuidado
La escuela no puede ni debe reemplazar a un profesional de salud mental. Pero sí puede convertirse en un espacio de cuidado cotidiano. Un lugar donde el adulto esté presente, donde se respete el tiempo del otro, donde se construyan vínculos confiables. Muchas veces, el simple hecho de que un docente mire con atención, haga una pregunta sincera, note una ausencia, puede hacer la diferencia.
El cuidado no siempre se da en grandes gestos. A veces aparece en lo simple: un recreo acompañado, una clase que comienza con una ronda para saber cómo están, una consigna que permite expresarse, un gesto de contención en el momento justo. Cuando eso se vuelve parte de la cultura institucional, la salud mental deja de ser un tema externo para empezar a ser parte del día a día.
Formarnos también es cuidarnos
Otro aspecto importante es entender que los adultos de la escuela también necesitan hablar de su salud mental. Enseñar, acompañar, estar disponibles emocionalmente, implica un desgaste que muchas veces no se reconoce. Por eso, para cuidar a los estudiantes, también hay que cuidar a quienes trabajan con ellos. Eso implica generar espacios de formación, de acompañamiento, de escucha entre colegas.
Formarnos en salud mental no es convertirnos en psicólogos. Es aprender a mirar, a preguntar sin invadir, a detectar señales, a derivar cuando es necesario, a trabajar en red. Es dejar de sentirnos solos ante situaciones que nos desbordan, y construir estrategias colectivas que nos ayuden a sostener.
Los síntomas como mensajes
Muchas veces, las manifestaciones de malestar en los estudiantes se expresan a través del cuerpo o la conducta: dolores constantes, ataques de pánico, agresividad, apatía, impulsividad, aislamiento. La escuela puede leer estos signos como “problemas de conducta” o como mensajes que necesitan ser decodificados. Cambiar esa mirada es clave.
Cuando se comprende que un síntoma no es el problema sino una forma de pedir ayuda, se abre la posibilidad de intervenir con otra sensibilidad. Se deja de castigar la conducta y se empieza a preguntar por su origen. Ese giro, aunque pequeño, puede cambiar por completo la experiencia escolar de un estudiante.
No es moda, es urgencia
Hablar de salud mental en la escuela no es una agenda impuesta desde afuera. Es una respuesta a lo que ya está pasando adentro. Basta con mirar a los adolescentes de hoy para entender que algo está pidiendo ser escuchado. La pandemia visibilizó muchos de estos malestares, pero no los creó. Ya estaban ahí. Lo que cambió es que ahora se los ve más. Y eso genera la posibilidad de hacer algo con ellos.
Negar el tema no lo hace desaparecer. Fingir que no nos afecta solo profundiza el malestar. Lo que se necesita es asumir que la salud mental no es un tema más, sino una condición básica para poder enseñar, aprender y estar en la escuela.