Por: Maximiliano Catalisano
Cuando se habla de transformar la escuela, muchas veces se piensa en cambios curriculares, nuevas tecnologías o estrategias docentes. Pero hay un aspecto que impacta profundamente en la cultura institucional y que no siempre recibe la atención que merece: la participación activa de los estudiantes. No se trata solo de opinar, sino de que tengan un rol real en la toma de decisiones, en la planificación de proyectos, en la resolución de conflictos y en la construcción del día a día escolar. La escuela también es de ellos, y eso debe notarse.
Incluir a los estudiantes en la vida institucional implica generar espacios genuinos donde puedan expresarse y ser escuchados. Consejos de aula, centros de estudiantes, asambleas o simplemente momentos en los que se abren las puertas del diálogo con adultos que realmente valoran su palabra. Cuando un estudiante siente que su voz cuenta, el compromiso con el aprendizaje y la convivencia crece de forma natural. Participar da sentido. Participar empodera.
Esta participación también tiene un efecto directo en la construcción de ciudadanía. Aprender a argumentar, a debatir, a consensuar, a convivir con la diferencia, son aprendizajes que no siempre se logran con una clase teórica. En cambio, cuando los estudiantes forman parte activa de procesos institucionales, estas experiencias se vuelven concretas y significativas. La democracia no se aprende solo leyendo, también se vive.
Para que esto ocurra, es fundamental que los adultos de la escuela estén dispuestos a compartir responsabilidades. Que no teman al disenso, que confíen en la capacidad de los chicos y chicas de aportar ideas valiosas, incluso cuando estas ideas desafían las formas tradicionales. El acompañamiento adulto es necesario, pero no para controlar, sino para facilitar y garantizar que la participación sea real y respetuosa.
La participación estudiantil no se reduce a eventos puntuales o decisiones decorativas. Puede involucrar temas tan diversos como el diseño de espacios comunes, la organización de actividades culturales, la revisión de normas de convivencia o el armado de propuestas solidarias. Todo eso forma parte del entramado que convierte a la escuela en una comunidad viva, que escucha y aprende con todos sus actores.
Cuando los estudiantes tienen un lugar activo en la vida institucional, la escuela deja de ser un lugar al que se va para recibir y se convierte en un espacio que se construye entre todos. Esa experiencia deja huellas que van mucho más allá de la adolescencia: enseña a participar en la vida social, a hacerse cargo, a pensar en colectivo. Y eso también es educar.