Por: Maximiliano Catalisano

Las palabras tienen un peso que a veces no medimos. Un elogio oportuno puede impulsar la confianza de un niño, mientras que una crítica repetida puede dejar huellas difíciles de borrar. La manera en que los adultos se dirigen a los más pequeños, tanto en la escuela como en casa, influye directamente en su autoestima y en la forma en que se perciben a sí mismos.

El lenguaje que utilizamos para corregir, alentar o expresar frustración puede convertirse en un reflejo de cómo los niños aprenden a valorarse. Frases como “siempre haces todo mal” o “nunca entendes nada” pueden instalarse en su mente y convertirse en creencias sobre su capacidad. En cambio, cambiar estas expresiones por mensajes más constructivos como “intentemos otra vez” o “con práctica lo vas a lograr” refuerza la idea de que el aprendizaje es un proceso y no una cuestión de éxito o fracaso inmediato.

El tono con el que se dicen las cosas también es importante. No es lo mismo un “apúrate” dicho con impaciencia que un “tómate tu tiempo” expresado con calma. La manera en que los adultos se comunican moldea la forma en que los niños desarrollan su seguridad y su capacidad de enfrentar desafíos.

Además de las palabras que se dicen, están las que no se dicen. El silencio o la falta de reconocimiento también tienen un impacto. Un niño que recibe poco refuerzo positivo puede sentirse invisible o poco valioso, mientras que uno que es escuchado y validado aprende a confiar en sí mismo y en su capacidad de expresar lo que siente y piensa.

Ser conscientes del lenguaje que usamos es una responsabilidad, pero también una oportunidad. Cada conversación es una ocasión para sembrar confianza, reforzar la autoestima y ayudar a los niños a desarrollar una visión positiva de sí mismos.