Por: Maximiliano Catalisano
Hay un momento en el año en que todo parece ponerse a prueba. Se entregan exámenes, se corrigen trabajos, se cargan calificaciones. Pero en medio de ese ritmo vertiginoso, surge una pregunta que incomoda y a la vez ilumina: ¿lo que estamos evaluando es lo que enseñamos o simplemente lo que lograron memorizar? Esta duda no es nueva, pero cobra fuerza cuando observamos que muchos estudiantes rinden bien sin comprender, repiten sin sentido, y olvidan todo apenas entregan la hoja. Entonces, ¿estamos enseñando para que piensen o para que pasen?
La evaluación debería ser el reflejo del proceso de enseñanza. No solo un cierre, sino una instancia para mirar lo que ocurrió en el aula. Sin embargo, en la práctica muchas veces se transforma en un ejercicio de repetición. Las preguntas que se plantean en los exámenes se parecen demasiado a lo que está en el apunte, en el manual o en la presentación. Y si alguien logra recordarlo con claridad, aprueba. Pero ¿aprendió? ¿Comprendió? ¿Puede usar eso que recordó en otro contexto?
Cuando se pone el foco en la memoria, el estudiante aprende a estudiar para rendir, no para pensar. Y la enseñanza se orienta a preparar “para la prueba”, no para construir conocimiento. En ese circuito, el contenido se vuelve un conjunto de frases para copiar y pegar, más que una oportunidad para explorar, discutir, aplicar. Así, la evaluación termina midiendo quién tiene mejor capacidad de repetición, más que quién pudo comprender o transformar lo aprendido.
Esto no significa que recordar no sea importante. La memoria tiene un papel en el aprendizaje, pero no puede ser el único criterio. La comprensión, la capacidad de análisis, la conexión entre ideas, la posibilidad de explicar algo con palabras propias o de aplicarlo en situaciones nuevas son señales más potentes de que la enseñanza dejó una marca. Evaluar eso implica cambiar el modo de preguntar y también el modo de enseñar.
Una de las razones por las que se sigue evaluando desde la memoria es el temor al error. Cuando se pide que el estudiante reproduzca algo textual, es más fácil corregir, más rápido, más claro. Pero cuando se lo invita a pensar, las respuestas se vuelven diversas, más difíciles de encasillar. Requieren tiempo, escucha, análisis. Y muchas veces, las condiciones institucionales no acompañan esa exigencia. Sin embargo, si solo evaluamos lo fácil de calificar, perdemos lo más valioso del proceso educativo.
El aula se enriquece cuando la evaluación permite abrir nuevas preguntas. Cuando se propone escribir, crear, debatir, resolver problemas, vincular saberes, poner en juego lo aprendido. En esas instancias, la evaluación no aparece como un castigo ni como un premio, sino como una oportunidad para mirar lo que se sabe y lo que aún falta explorar. Los estudiantes se sienten parte activa de su aprendizaje y los docentes pueden observar procesos más que resultados finales.
Una enseñanza que prepara para pensar, no solo para recordar
Si la enseñanza propone actividades donde se analice, se relacione, se discuta, es más probable que la evaluación también lo refleje. No se trata de eliminar los exámenes, sino de repensar su sentido. Que no sean únicamente pruebas de memoria, sino oportunidades de producción. Que no se reduzcan a una fecha en el calendario, sino que estén integradas al recorrido. Que dejen de ser temidas para empezar a ser comprendidas como parte de la experiencia de aprender.
Es importante también revisar las propias prácticas docentes. A veces, sin darnos cuenta, enseñamos con una lógica que premia la repetición. Cuando valoramos al que copia todo perfecto, cuando corregimos más la forma que el fondo, cuando priorizamos el contenido textual sobre las ideas propias. Cambiar esa lógica requiere tiempo, formación y, sobre todo, una decisión consciente de poner el foco en el aprendizaje real, no solo en el resultado visible.
Los estudiantes de hoy necesitan más que memorizar. Viven en un mundo donde los datos sobran, pero donde escasea la capacidad de pensar con autonomía, de argumentar, de tomar decisiones. Si la escuela no ofrece espacios para desarrollar esas habilidades, estamos enseñando para un mundo que ya no existe. Y evaluando como si todo pudiera medirse con una sola respuesta correcta.
La evaluación tiene que volver a conectarse con la enseñanza. Tiene que preguntarse por el sentido, no solo por la calificación. Tiene que abrir caminos, no cerrarlos. Y para eso, cada docente tiene un rol clave: diseñar propuestas que inviten a pensar, crear instrumentos que permitan observar procesos, sostener conversaciones que sirvan para crecer. No se trata de sumar carga, sino de cambiar el enfoque.
Enseñar y evaluar son dos caras de una misma tarea. Si una está desconectada de la otra, el proceso se debilita. Por eso, cada vez que armamos una consigna, que corregimos una prueba o que devolvemos una nota, vale la pena volver a esa pregunta inicial: ¿estoy evaluando lo que enseñé o solo lo que lograron memorizar? La respuesta no es simple, pero es necesaria. Porque solo cuando esa coherencia aparece, la escuela se transforma en un espacio donde realmente se aprende.