Por: Maximiliano Catalisano
Hay temas que nunca pierden vigencia y que, sin embargo, parecen ocultos entre la urgencia y las rutinas escolares. Uno de ellos es la empatía. Cuando una escuela decide enseñarla de manera intencional y cotidiana, no solo mejora la convivencia: también ofrece a cada estudiante una herramienta para comprender el mundo con otros ojos. En tiempos donde los niños y adolescentes crecen rodeados de estímulos veloces, mensajes breves y vínculos que a veces se construyen detrás de pantallas, la empatía se convierte en un puente que recupera lo humano, da sentido a la palabra “comunidad escolar” y prepara a las nuevas generaciones para relacionarse con mayor sensibilidad y responsabilidad.
Enseñar empatía desde la infancia no es solo una propuesta emocional; es una estrategia educativa que cruza disciplinas, edades y contextos. Permite que los chicos aprendan a identificar sentimientos, a reconocer cómo impactan sus acciones en los demás y a descubrir que las diferencias no son obstáculos, sino puntos de encuentro. Por eso, cada vez más docentes buscan formas creativas de incorporarla en actividades diarias, rutinas grupales, proyectos institucionales y situaciones espontáneas del aula.
Por qué la empatía debe ser parte de la enseñanza diaria
La infancia es la etapa donde los aprendizajes emocionales dejan huellas más profundas. Un niño que desarrolla empatía suele resolver conflictos con mayor calma, escucha a sus compañeros antes de reaccionar, baja su nivel de frustración y encuentra mejores modos de comunicarse. Esto no solo favorece el ambiente escolar, sino que también influye en su autoestima, su seguridad y su forma de relacionarse en el hogar.
Además, la empatía actúa como un contrapeso frente a conductas agresivas o reacciones impulsivas. Cuando los estudiantes comprenden lo que siente el otro, disminuye el rechazo, se fortalecen las amistades, se abre espacio a la cooperación y se evita que ciertas burlas o actitudes excluyentes se normalicen. No se trata de sermones, sino de experiencias significativas que los ayudan a ponerse en el lugar de los demás sin perder su propio punto de vista.
Actividades simples que abren grandes puertas
Enseñar empatía desde la infancia no requiere grandes inversiones ni materiales complejos. Muchas veces, los mejores resultados surgen de acciones pequeñas sostenidas en el tiempo. Una ronda al inicio del día, por ejemplo, permite que los chicos compartan cómo llegan a clase. Ese espacio de escucha sincera puede reducir tensiones y ayudar a los docentes a comprender mejor el clima emocional del grupo.
Otra práctica frecuente es el uso de cuentos y situaciones ficcionales donde los personajes atraviesan desafíos emocionales. A través de historias, los estudiantes exploran sentimientos como el enojo, la tristeza, el miedo y la alegría sin sentirse expuestos. También se pueden crear juegos de roles donde intercambian papeles para experimentar perspectivas diferentes: ser el compañero que espera ayuda, el amigo que duda, o el que debe explicar cómo se siente cuando algo lo afecta.
Los proyectos colectivos, como cuidar una huerta, armar una campaña solidaria o preparar una presentación para otra clase, también fortalecen la empatía. En estas situaciones aparecen desacuerdos, decisiones compartidas y responsabilidades que requieren comunicación constante. El docente puede aprovechar esos momentos para guiar reflexiones sobre cómo escucharse, cómo negociar, cómo acompañar y cómo reconocer el trabajo ajeno.
El rol de la escuela como modelo emocional
Las escuelas enseñan empatía no solo con actividades explícitas, sino también con gestos cotidianos. Un docente que saluda por el nombre, que mira a los estudiantes cuando hablan o que reconoce las emociones del grupo ya está modelando una forma de relación basada en el respeto y la sensibilidad. Los adultos que conforman la comunidad escolar tienen un papel decisivo: un preceptor que contiene, un directivo que escucha, un bibliotecario que recomienda un cuento a quien está triste. Todo eso comunica valores de convivencia que los chicos observan y aprenden incluso sin que haya una clase formal sobre emociones.
El clima institucional es otro factor importante. Una escuela que prioriza el diálogo para resolver conflictos, que ofrece espacios seguros para expresarse y que valora la diversidad como una riqueza, facilita el desarrollo de la empatía de manera natural. No se trata de evitar los problemas, sino de abordarlos con una mirada que invite a comprender antes que juzgar.
Acompañar a las familias para que la empatía crezca más allá del aula
La empatía se aprende mejor cuando la familia y la escuela trabajan en sintonía. Muchas veces, los padres piden herramientas para ayudar a sus hijos a gestionar emociones, interpretar gestos, comunicarse con armonía o tolerar frustraciones. Por eso, es clave que la escuela pueda ofrecer orientaciones simples y realistas: conversar sin interrupciones, validar emociones sin minimizarlas, enseñar a pedir disculpas, mostrar con el ejemplo cómo se resuelven desacuerdos.
Reuniones, talleres o breves comunicados pueden servir para compartir estrategias que refuercen lo trabajado en clase. Cuando los chicos encuentran coherencia entre lo que escuchan en el hogar y lo que viven en la escuela, la empatía se transforma en un hábito y no en una consigna aislada.
Educar con empatía también transforma a los adultos
Una de las mayores sorpresas de quienes implementan programas socioemocionales es descubrir que la empatía no solo beneficia a los estudiantes: también cambia la manera en que los docentes viven su trabajo. Escuchar con calma, interpretar la intención detrás de una conducta, dar espacio para que cada niño se exprese y comprender que cada uno trae una historia distinta mejora el clima laboral y fortalece el vínculo pedagógico.
Muchos adultos reconocen que la empatía les permite reducir tensiones, anticipar conflictos, acompañar mejor las trayectorias y sentirse más cerca de sus estudiantes. La enseñanza deja de ser únicamente transmisión de contenidos y se convierte en un espacio humano donde todos crecen.
La empatía como legado educativo
Enseñar empatía desde la infancia es apostar por una sociedad más respetuosa, más dialogante y más consciente de sus vínculos. Significa formar estudiantes que, además de aprender contenidos, comprenden que cada persona atraviesa emociones, dificultades y sueños propios. Es una forma de preparar a las nuevas generaciones para convivir con sensibilidad en un mundo diverso, cambiante y lleno de desafíos.
Cuando una escuela incorpora la empatía en su cultura institucional, deja de ser un concepto teórico y se vuelve una práctica diaria que transforma el clima escolar, las relaciones y el futuro de cada estudiante. Es un regalo educativo que dura toda la vida.
