Por: Maximiliano Catalisano
La evaluación no es solo un instrumento para medir conocimientos, sino una herramienta que puede marcar la trayectoria escolar de los estudiantes. Dependiendo de cómo se diseña y aplica, puede convertirse en un factor que impulsa el aprendizaje o, por el contrario, en un obstáculo que condiciona su recorrido. Pensar en la evaluación implica analizar su impacto en el presente y en el futuro educativo de cada alumno.
Uno de los principales desafíos es que la evaluación no sea vista únicamente como un momento de calificación, sino como un proceso que brinda información útil tanto para docentes como para estudiantes. Cuando se utiliza para comprender avances y dificultades, permite tomar decisiones pedagógicas que favorecen el aprendizaje, adaptando estrategias y brindando apoyo cuando sea necesario.
Las trayectorias escolares no son lineales. Cada estudiante transita la escuela con tiempos y necesidades diferentes, por lo que la evaluación debe acompañar estos recorridos sin convertirse en una barrera. Instrumentos variados, oportunidades de mejora y espacios de retroalimentación pueden hacer que la evaluación se transforme en una experiencia enriquecedora en lugar de una instancia de presión.
El acompañamiento del equipo docente es clave para que la evaluación tenga un sentido formativo. Compartir criterios, generar instancias de reflexión y brindar devoluciones constructivas ayuda a que los estudiantes comprendan qué aspectos pueden fortalecer en su aprendizaje y cómo hacerlo.
Pensar la evaluación desde una mirada amplia no solo permite mejorar el proceso de enseñanza, sino que también favorecer trayectorias escolares más sostenidas. Cuando se concibe como un recurso para el crecimiento, los estudiantes encuentran en ella una oportunidad de aprendizaje en lugar de una barrera que determina su recorrido.