Por: Maximiliano Catalisano
Hay algo que los alumnos siempre notan, aunque no lo digan: cómo actúan sus docentes. Más allá de los contenidos, de las planificaciones y de los recursos digitales, lo que marca la diferencia es la coherencia entre lo que se dice y lo que se hace. Enseñar con el ejemplo no es una frase vacía. Es una forma de estar en la escuela que deja huella, que modela comportamientos, que transmite valores y que construye confianza.
Cuando un docente muestra puntualidad, respeto, escucha activa o compromiso con su tarea, está enseñando mucho más que lo que indican los programas oficiales. El ejemplo tiene fuerza porque es real. Porque se ve. Porque invita, sin imponer. Porque crea un clima que habilita el diálogo, la participación y el deseo de aprender. El vínculo no se decreta: se teje en las acciones cotidianas, en los gestos pequeños, en la manera en que se resuelven los conflictos, se celebran los logros o se enfrentan las dificultades.
El impacto de este tipo de enseñanza se multiplica con el tiempo. Un alumno puede olvidar una lección, pero difícilmente olvide cómo se sintió con un docente que lo miró con respeto o que lo alentó a seguir. La confianza se construye a partir del ejemplo constante, no de discursos formales ni de normas escritas. En contextos escolares complejos, este tipo de presencia genuina puede ser la diferencia entre un alumno que se conecta con la escuela y uno que se aleja.
Además, enseñar con el ejemplo no significa ser perfecto, sino auténtico. También es valioso cuando un docente reconoce un error, pide disculpas o muestra que sigue aprendiendo. Eso humaniza el vínculo, abre la puerta al diálogo horizontal y fortalece el clima institucional. En definitiva, enseñar con el ejemplo es apostar por una escuela que educa desde el hacer, desde la coherencia, desde la cercanía.