Por: Maximiliano Catalisano
En el día a día escolar, los errores parecen pequeñas piedras en el camino: un proyecto que no salió como se esperaba, una reunión con padres que dejó mal sabor, una actividad que no generó el entusiasmo previsto o un plan que se desvió de su rumbo. Sin embargo, detrás de cada tropiezo hay un mapa oculto de oportunidades que rara vez se exploran. Las escuelas, como organismos vivos, se mueven en un terreno de interacción constante entre personas, ideas, emociones y realidades cambiantes. Por eso, mirar de frente los errores no es solo una tarea de autocrítica, sino una forma poderosa de crecimiento colectivo. Lo que hoy parece un contratiempo puede convertirse mañana en el motor de un cambio valioso.
Aprender de los errores cotidianos no es una cuestión de acumular teorías pedagógicas, sino de entrenar la mirada para reconocer lo que a menudo se barre bajo la alfombra. Muchas instituciones evitan detenerse a analizar lo que no funcionó por miedo a la incomodidad que genera el reconocimiento de fallos. Sin embargo, el silencio ante los problemas no los hace desaparecer; por el contrario, los deja crecer en la sombra.
Cuando los errores se vuelven invisibles
En muchas escuelas, ciertos errores se repiten porque nadie se atreve a nombrarlos. La rutina y la presión por cumplir con plazos, programas y expectativas generan un ambiente en el que detenerse a reflexionar parece un lujo. Un acta mal redactada, un mensaje que no llegó a tiempo, una indicación confusa a un grupo de estudiantes o un malentendido entre docentes y directivos pueden pasar como incidentes menores. Sin embargo, la acumulación de estos detalles es la que, con el tiempo, erosiona la comunicación, desgasta los vínculos y reduce la confianza.
La invisibilidad de los errores cotidianos se alimenta de la idea de que “así se hacen las cosas aquí” y de la resistencia a revisar lo que está naturalizado. Este punto ciego institucional impide ver que, en realidad, cada situación mal resuelta es un laboratorio abierto para mejorar prácticas, fortalecer procesos y ajustar la forma en que se trabaja en equipo.
El poder de detenerse a tiempo
Convertir los errores en oportunidades requiere un cambio de ritmo. En lugar de pasar de un problema al siguiente, es necesario frenar para observar qué pasó, por qué pasó y qué se puede hacer diferente. Este análisis no tiene que ser una instancia burocrática ni una reunión interminable. Puede iniciarse con algo tan simple como un registro breve de situaciones, una conversación sincera entre colegas o un espacio informal de intercambio al final de la jornada.
Las escuelas que desarrollan el hábito de revisar lo ocurrido de forma periódica no solo corrigen lo que está mal, sino que evitan que el mismo problema se repita. El tiempo invertido en este ejercicio se recupera rápidamente al ahorrar energía y evitar conflictos futuros.
Cómo pasar de la culpa a la construcción
Uno de los mayores obstáculos para aprender de los errores en la escuela es el peso de la culpa. Cuando un docente, un preceptor o un administrativo siente que señalar un problema lo expondrá o pondrá en duda su capacidad, el aprendizaje se bloquea. Por eso, es fundamental que el análisis de errores se plantee como un proceso constructivo, no punitivo.
En vez de buscar responsables, se trata de buscar explicaciones. En lugar de señalar con el dedo, se busca levantar la mirada para entender el contexto. Esta forma de abordar los problemas no solo mejora el clima institucional, sino que también estimula la participación y el compromiso de todos los involucrados.
Los errores como puerta a la innovación
Cada vez que algo sale mal, se abre la posibilidad de hacer las cosas de otra manera. La innovación muchas veces nace de la incomodidad de lo que no funcionó. Una actividad que resultó aburrida para los estudiantes puede ser la chispa para rediseñar las clases con nuevos recursos. Una confusión en la comunicación con las familias puede dar lugar a un sistema más claro y accesible. Un conflicto entre áreas puede inspirar un proyecto de trabajo interdisciplinario que antes no existía.
Para que esto suceda, las escuelas necesitan fomentar un ambiente en el que proponer cambios no se perciba como una amenaza al orden establecido, sino como una contribución al bien común.
Un ejercicio de memoria institucional
Otra forma de aprender de los errores cotidianos es mantener un registro histórico de las situaciones que se presentan año tras año. No se trata de acumular quejas, sino de construir una memoria institucional que permita identificar patrones, anticipar problemas y actuar con mayor previsión.
Este registro puede incluir desde incidentes menores hasta cuestiones más complejas. Lo importante es que no se pierda en el olvido lo que costó tiempo, energía o recursos resolver. Con esta información, el trabajo deja de ser reactivo y se convierte en una planificación más consciente.
La oportunidad de enseñar con el ejemplo
Las escuelas no solo enseñan contenidos; transmiten modelos de conducta. Cuando los estudiantes ven que los adultos que los rodean son capaces de reconocer un error, analizarlo y buscar una solución, aprenden que equivocarse no es el fin del camino, sino una parte natural del aprendizaje.
Esto es especialmente valioso en un contexto educativo donde muchas veces se transmite, de forma implícita, que el error debe evitarse a toda costa. Mostrar cómo se transforma un problema en una oportunidad no solo mejora la institución, sino que también forma personas más resilientes y creativas.
Aprender de los errores cotidianos no es un lujo ni una tarea secundaria. Es un recurso que está al alcance de todas las escuelas y que, bien utilizado, puede cambiar la forma en que se enseña, se trabaja y se convive. La clave está en desarrollar la valentía de mirar lo que no funcionó, no para lamentarse, sino para descubrir lo que todavía se puede construir.