Por: Maximiliano Catalisano

Hay alumnos que no se conforman con lo que se les dice, que cuestionan cada indicación y que parecen tener una habilidad especial para poner a prueba los límites del aula. A veces lo hacen con preguntas, otras con actitudes, y en algunos casos con una rebeldía abierta que incomoda a docentes y compañeros. Son esos estudiantes que no siguen el guion, que parecen nadar contra la corriente y que obligan a replantear las estrategias más seguras. Lejos de ser un obstáculo insalvable, estos alumnos pueden convertirse en una oportunidad única para repensar la enseñanza y transformar el aula en un espacio más dinámico y real.

Entender por qué un estudiante desafía todo es el primer paso. No siempre se trata de simple oposición o falta de interés. Puede que detrás haya una necesidad de ser escuchado, una búsqueda de reconocimiento, una forma de llamar la atención o incluso un deseo legítimo de comprender mejor el sentido de lo que se les propone. También puede existir una historia personal marcada por la desconfianza hacia la autoridad o por experiencias escolares previas que dejaron huella. Identificar estas motivaciones ayuda a encarar la situación con un enfoque más humano y menos reactivo.

Es clave que el docente no interprete cada desafío como un ataque personal. Cuando un alumno cuestiona, muchas veces está probando hasta dónde llega su margen de autonomía o verificando si la autoridad que tiene enfrente es coherente. En lugar de responder con dureza automática, se puede convertir ese momento en una instancia de diálogo. Responder con preguntas que devuelvan la reflexión, invitar a fundamentar lo que dicen o incluso darles la palabra para proponer alternativas, no solo reduce la tensión, sino que fortalece el vínculo.

La coherencia entre lo que se dice y lo que se hace es fundamental. Los estudiantes que desafían todo suelen detectar las incongruencias con una precisión sorprendente. Si un docente exige puntualidad, pero llega tarde habitualmente, o promueve el respeto, pero responde con ironía, esos alumnos lo notarán y no dejarán pasar la oportunidad de señalarlo. Mantener la coherencia no significa ser inflexible, sino mostrar que las reglas y acuerdos tienen un sentido y se aplican para todos, incluidos los adultos.

El aula no debe convertirse en un campo de batalla donde uno gana y otro pierde. Plantear los límites de forma clara y sostenerlos con firmeza, pero sin autoritarismo, ayuda a que la convivencia sea posible. Los estudiantes necesitan saber hasta dónde pueden llegar, pero también sentir que su voz tiene espacio. Un alumno que desafía constantemente puede transformarse si percibe que sus ideas son escuchadas, aunque no siempre se acepten.

Es útil ofrecerles responsabilidades concretas dentro del grupo. Encargarlos de coordinar una actividad, moderar un debate o ser el portavoz de un proyecto puede canalizar esa energía disruptiva hacia un objetivo positivo. En muchos casos, cuando sienten que tienen un rol reconocido, disminuye la necesidad de oponerse constantemente. No se trata de premiar conductas problemáticas, sino de dar un cauce constructivo a la actitud cuestionadora.

La comunicación con las familias también es una herramienta importante. No siempre los adultos en casa son conscientes de la intensidad con la que su hijo desafía en el aula. Compartir observaciones de manera respetuosa, sin caer en etiquetas negativas, permite que se construya un abordaje conjunto. A veces, lo que se percibe como rebeldía en la escuela puede ser coherente con lo que sucede fuera de ella, y trabajar en equipo puede ofrecer más soluciones que actuar en soledad.

Aceptar que siempre habrá alumnos que desafíen las normas es parte de reconocer la diversidad de personalidades en el aula. La tarea del docente no es eliminar el conflicto, sino aprender a gestionarlo para que no destruya el clima de trabajo, y para que incluso se transforme en un motor de pensamiento crítico. La historia está llena de personas que, en su paso por la escuela, fueron vistas como problemáticas y luego destacaron por su capacidad de romper moldes y abrir caminos.

El desafío constante de algunos estudiantes puede ser incómodo, pero también puede ser una fuerza que impulse a mejorar las prácticas, a fundamentar con más solidez las decisiones y a sostener una enseñanza que no dependa solo de la repetición, sino que se nutra del cuestionamiento. Un aula donde no se desafía nada corre el riesgo de volverse predecible y desconectada de la realidad; una en la que los desafíos se encaran con apertura y firmeza, puede convertirse en un espacio de crecimiento genuino.