Por: Maximiliano Catalisano
Hay días en que el trabajo docente se parece más a una oficina que a un aula. Formularios, planillas, informes, sellos, entregas, rúbricas, actas. Todo tiene que estar escrito, firmado, cargado, respaldado. En medio de ese entramado de papeles y sistemas, se empieza a desdibujar lo más importante: el encuentro con los estudiantes, el tiempo para enseñar, la posibilidad de pensar en voz alta con otros. La sobrecarga burocrática no es nueva, pero hoy parece haber tomado una dimensión que interfiere directamente con el sentido de enseñar. La tarea de educar se vuelve una lista interminable de obligaciones formales que consumen tiempo, energía y atención. Y la pregunta que aparece cada vez con más fuerza es: ¿hasta qué punto se puede sostener el deseo de enseñar en una escuela que exige más planillas que ideas?
La documentación como demanda permanente
Desde que inicia el año escolar hasta que termina, el docente atraviesa un calendario lleno de entregas administrativas. Cada trimestre se pide algo nuevo, cada acción pedagógica necesita quedar registrada, cada decisión debe ser justificada por escrito. El acto educativo se vuelve sospechoso si no está documentado. Como si lo que no se firma o no se carga en un sistema no existiera. Esta lógica, que busca asegurar la organización institucional, termina transformando al docente en un agente que responde a estructuras antes que a personas.
El tiempo que se invierte en rendir cuentas es tiempo que se le quita a la creación de propuestas potentes, a la lectura reflexiva de los procesos de aprendizaje, al trabajo colaborativo, al acompañamiento real. El aula se resiente, el deseo se apaga, y la sensación de estar siempre corriendo detrás de un requerimiento nuevo deja poco margen para disfrutar la práctica docente.
La burocracia como capa que cubre el vínculo
El corazón de la enseñanza está en el vínculo. Pero cuando ese vínculo se media por papeles, planificaciones en exceso o criterios de evaluación rígidos, pierde frescura. En lugar de mirar al estudiante, se mira la planilla. En lugar de registrar lo que ocurre en la clase, se escribe lo que se supone que debería pasar. Las actividades dejan de responder al grupo real para adecuarse a formatos estandarizados que, muchas veces, no reflejan la complejidad de las aulas.
Esto no quiere decir que la planificación o la evaluación no sean importantes. Lo son. Pero cuando todo lo que se hace necesita una validación administrativa, se genera una lógica de desconfianza. El profesionalismo docente queda subordinado al cumplimiento de requisitos formales que, lejos de mejorar la enseñanza, la encorsetan.
Cuando el deseo se agota entre tareas impuestas
Muchos docentes expresan que la carga burocrática es una de las causas de mayor desgaste. No solo por la cantidad, sino por la desconexión que sienten entre lo que hacen y lo que se les pide que registren. El trabajo cotidiano, con sus matices, dificultades y hallazgos, no entra en una celda de Excel. Y sin embargo, hay que llenar esas celdas. Se exige evidencia, se exige seguimiento constante, se exige justificar cada paso. Pero lo que no se mide ni se documenta —el vínculo, la contención, la escucha, el gesto— también forma parte de la tarea de educar. Y suele ser lo que sostiene la experiencia escolar.
En este contexto, el riesgo es que se pierda el sentido. Que el docente, agobiado por las exigencias formales, deje de preguntarse por qué y para qué enseña. Que el acto pedagógico se reduzca a una tarea técnica. Y que se instale una mirada instrumental sobre la enseñanza, donde lo que importa es cumplir, más que transformar.
Cómo recuperar el tiempo pedagógico
Una posible salida es empezar a revisar qué de toda esa carga burocrática es realmente necesaria y qué puede simplificarse. No todo tiene que estar escrito de la misma manera ni con la misma frecuencia. Hay que recuperar el tiempo pedagógico: ese tiempo en el que se conversa, se piensa, se prueba algo nuevo, se planifica con otros, se duda. No para dejar de registrar, sino para hacerlo de un modo más significativo, que acompañe los procesos en lugar de obstaculizarlos.
También es importante fortalecer los espacios de diálogo entre docentes, directivos y supervisores, para revisar juntos qué formatos tienen sentido, qué estrategias podrían optimizarse y cómo priorizar el trabajo que realmente impacta en los aprendizajes. El registro no debe ser un fin en sí mismo. Tiene que estar al servicio de la tarea educativa, no por encima de ella.
Una escuela que respete los tiempos reales
El desafío está en construir una escuela que no asfixie a quienes la sostienen. Una escuela que reconozca que enseñar no es producir papeles, sino generar experiencias de aprendizaje. Que entienda que cada minuto que se pasa frente a una pantalla completando formularios es un minuto menos para escuchar a un estudiante, revisar un trabajo o pensar una propuesta diferente. Una escuela que valore la palabra tanto como la firma, que confíe en lo que el docente puede hacer sin exigirle que lo demuestre todo el tiempo por escrito.
Educar es una tarea compleja, cargada de emociones, intuiciones, decisiones y gestos que no siempre pueden encuadrarse en lo administrativo. Cuando esa complejidad se reduce a un conjunto de trámites, se pierde algo esencial. Por eso es urgente volver a poner en el centro lo pedagógico. No como eslogan, sino como práctica cotidiana.