Por: Maximiliano Catalisano

Nada más frustrante que dedicar tiempo a una reunión escolar, consensuar normas de convivencia o criterios institucionales, y ver cómo a los pocos días esos acuerdos se diluyen. La pregunta se repite: ¿por qué cuesta tanto que se cumplan? Tal vez la clave no está solo en redactarlos bien, sino en cómo se construyen, en quiénes participan y en cómo se los mantiene vivos día a día.

Un acuerdo que se cumple es aquel que no se impone desde arriba ni se escribe para guardar en un cajón. Implica escuchar, debatir, dar lugar a distintas voces y construir sentido compartido. No se trata de lograr unanimidad, sino de generar compromiso genuino. Cuando docentes, estudiantes y familias sienten que fueron parte del proceso, lo que se firma tiene otra fuerza.

Los acuerdos escolares, para que funcionen, deben tener palabras claras, ejemplos concretos y consecuencias posibles. A veces caemos en la tentación de redactarlos con términos abstractos o genéricos que no ayudan a orientar la acción. En cambio, cuando se habla en un lenguaje cotidiano, cercano a la experiencia real de la comunidad educativa, hay más posibilidades de que se respeten.

Otro aspecto clave es cómo se da seguimiento a esos acuerdos. No alcanza con haberlos firmado al inicio del año. Necesitan circular, revisarse periódicamente, usarse como referencia para resolver conflictos o tomar decisiones. Un cartel en la cartelera, un recordatorio en la agenda, una dinámica de aula: cualquier excusa es válida para traerlos de nuevo a escena.

También es importante que los acuerdos estén conectados con lo que pasa dentro y fuera del aula. No deben ser una lista de prohibiciones, sino una guía de convivencia, que proponga más que quejarse, que ayude a construir una mejor vida escolar para todos. Si logramos eso, entonces sí habremos dado un paso hacia normas que no solo se cumplan, sino que se sostengan en el tiempo.