Por: Maximiliano Catalisano

Hay momentos en la vida escolar en los que un estudiante hace una pregunta inesperada, de esas que descolocan al adulto y abren una puerta hacia un mundo lleno de posibilidades. Esas preguntas que nacen sin aviso, impulsadas por la curiosidad más genuina, son la base de todo pensamiento científico. La ciencia no surge de un laboratorio perfecto, ni de un espacio estrictamente académico, sino del deseo profundo de entender qué pasa alrededor. Por eso, cuando hablamos de ciencia en la escuela, hablamos de una forma de mirar y de organizar la curiosidad para convertirla en conocimiento. Esta idea, que muchas veces se diluye entre contenidos, programas y tiempos ajustados, merece recuperar su lugar central porque puede transformar las aulas en espacios donde se investiga, se piensa y se crea.

La escuela tiene un rol clave en ofrecer un ambiente donde la curiosidad pueda expandirse y convertirse en preguntas relevantes. Cuando un docente habilita ese clima, no está simplemente enseñando contenidos: está invitando a los estudiantes a desarrollar un modo de pensar que acompañará toda la vida. La ciencia aparece como una herramienta para leer el mundo, entenderlo y, sobre todo, tener el valor de cuestionarlo. En un tiempo en el que la información circula sin filtro y la velocidad parece imponerse a la profundidad, formar miradas científicas resulta una oportunidad para construir pensamiento crítico y creativo desde edades tempranas.

El valor de preguntar lo que nadie se anima a preguntar

La curiosidad es un motor interno que impulsa a explorar. Sin ella, aprender se vuelve una obligación y no una aventura. La ciencia, entendida como curiosidad organizada, invita a convertir ese primer interés espontáneo en una exploración más sistemática. Esto no implica limitar la creatividad, sino justamente darle un cauce para que pueda sostenerse y crecer.

Un estudiante que pregunta “por qué el cielo cambia de color”, “cómo sabe una planta para dónde crecer” o “qué ocurre dentro de un volcán” no está buscando únicamente respuestas; está buscando comprender la lógica del mundo. El docente puede aprovechar este impulso para acompañar la formulación de hipótesis, registrar observaciones y comparar ideas. Así, la curiosidad deja de ser un instante fugaz y se convierte en un proceso que permite avanzar hacia explicaciones más profundas.

Este enfoque no requiere grandes recursos ni laboratorios sofisticados. Basta con una mirada atenta del adulto que sepa detectar ese momento en el que la curiosidad está lista para transformarse en aprendizaje. La ciencia empieza en el aula, en el patio, en la vida cotidiana. Solo hace falta detenerse a observar.

Cuando la ciencia se mezcla con lo cotidiano

Gran parte del desafío es mostrar que la ciencia no es algo distante. Cuando aparece en objetos comunes, en situaciones diarias o en fenómenos simples, los estudiantes se sienten parte del proceso. La lluvia, el vapor de agua sobre un vidrio, el ruido de una olla a presión o la forma en que se mueven las sombras a lo largo del día son oportunidades para despertar preguntas y trabajar explicaciones sin necesidad de materiales complejos.

Este enfoque cotidiano permite que la ciencia deje de ser un contenido aislado y pase a ser un modo de interpretar el entorno. Los estudiantes pueden construir pequeñas investigaciones que involucren observación, comparación y búsqueda de patrones. De este modo, la idea de “curiosidad organizada” adquiere fuerza: las preguntas se registran, los datos se analizan, y las conclusiones, aunque sean simples, se transforman en conocimiento propio.

La escuela puede reforzar esta mirada cuando propone proyectos interdisciplinarios que conectan la ciencia con otras áreas. Cuando aparece relacionada con arte, matemática, tecnología o literatura, los estudiantes descubren que el pensamiento científico no funciona aislado, sino como una red de conexiones que se amplía cada vez más.

El rol del docente como acompañante de exploraciones

El docente no necesita tener todas las respuestas. Lo más valioso es acompañar el camino, ayudar a ordenar la búsqueda y ofrecer herramientas que permitan avanzar. Cuando aparece una pregunta desafiante, lo importante no es resolverla rápidamente, sino mostrar cómo se piensa científicamente.

Esto implica guiar al grupo para formular hipótesis, habilitar errores como parte del proceso y generar espacios para que cada estudiante pueda sostener su propia investigación. La ciencia en la escuela debe ser un territorio seguro para equivocarse y volver a intentar, porque es así como se incrementa la capacidad de análisis y la creatividad.

Además, este rol acompañante permite que los estudiantes se apropien del proceso. Se sienten protagonistas, no receptores pasivos. Y esa apropiación es la que fortalece la autonomía intelectual.

Una propuesta para escuelas que desean enseñar a pensar

Incorporar la ciencia como forma de curiosidad organizada no es una tarea imposible. Requiere reorganizar tiempos, abrir espacios para preguntas espontáneas y permitir que la exploración tenga un lugar visible en la planificación.

También requiere confiar en que los estudiantes pueden producir conocimiento si se les brinda la posibilidad. La ciencia no debe ser una lista de contenidos para memorizar, sino una invitación a observar, dudar, buscar respuestas y generar nuevas preguntas. Y eso es posible incluso en contextos con recursos limitados, porque la curiosidad no depende de materiales costosos, sino de una actitud.

Cuando la escuela adopta esta mirada, los estudiantes se convierten en exploradores permanentes del mundo que los rodea. Desarrollan un pensamiento flexible y profundo, capaz de adaptarse, innovar y encontrar sentido en situaciones complejas. En un futuro marcado por la incertidumbre, esta capacidad puede convertirse en una herramienta invaluable.