Por: Maximiliano Catalisano
Cuando los estudiantes se divierten, aprenden más y mejor. Esa es una de las certezas que están cambiando la forma en que pensamos las clases. Aprender con juegos ya no es una simple tendencia: es una necesidad para conectar con las nuevas generaciones, despertar la curiosidad y construir conocimientos duraderos en entornos significativos. La buena noticia es que no hace falta reinventar todo ni depender exclusivamente de tecnología: con creatividad, planificación y objetivos claros, el juego puede ser parte central de cualquier propuesta educativa.
Los juegos permiten trabajar contenidos de forma activa, brindando desafíos, premiando avances y fomentando la participación. En el aula o en entornos digitales, aportan dinamismo, reducen el estrés asociado a la evaluación y promueven el trabajo en equipo. Un simple tablero en papel, una ruleta con preguntas, una app interactiva o una competencia entre grupos pueden convertir una clase monótona en una experiencia memorable.
Además, el juego mejora la atención, estimula la memoria y potencia habilidades como la resolución de problemas, la toma de decisiones o la comunicación. En los primeros años escolares es casi natural, pero también tiene un valor enorme en secundaria e incluso en la formación docente. El juego rompe estructuras rígidas y abre puertas a la experimentación, la autonomía y el pensamiento creativo.
La clave está en elegir juegos que no sean un fin en sí mismo, sino una forma de llegar a los contenidos de manera más rica. El rol del docente es pensar en qué momento incluirlo, cómo relacionarlo con los objetivos de aprendizaje y qué tipo de retroalimentación permitirá. Incluso hay docentes que diseñan sus propios juegos o adaptan dinámicas clásicas a los temas que están trabajando.
En lo digital, las posibilidades se multiplican. Herramientas como Kahoot, Quizizz, Word Wall o Blooket permiten crear juegos online personalizados con facilidad. Estas plataformas suman un elemento competitivo que suele motivar especialmente a los adolescentes, pero también ofrecen opciones colaborativas y de autoaprendizaje. Es importante recordar que no se trata solo de sumar pantallas, sino de cómo integrar el juego al proceso pedagógico.
Volver al juego es también volver al deseo de aprender. Es animarse a enseñar con alegría, a crear propuestas que sorprendan, conecten y dejen huella. En un mundo saturado de estímulos, ofrecer experiencias lúdicas que enseñen puede ser el punto de partida para transformar la educación desde adentro, sin grandes presupuestos ni recetas mágicas.