Por: Maximiliano Catalisano
Antes de que existieran los manuales escolares, los exámenes estandarizados o las clases estructuradas en torno a un programa escrito, la enseñanza de la retórica era una experiencia viva, oral y profundamente humana. Aprender a hablar, argumentar y persuadir no se limitaba a memorizar reglas, sino que implicaba observar, escuchar, imitar y practicar en comunidad. En la antigüedad, cuando la palabra era el principal vehículo del pensamiento, enseñar retórica era enseñar a pensar, y quienes dominaban este arte tenían en sus manos el poder de convencer, gobernar y dejar huella. Entender cómo se transmitía este conocimiento antes de los libros de texto nos permite redescubrir una pedagogía basada en la presencia, la conversación y la experiencia compartida.
La retórica, considerada una de las artes liberales más importantes del mundo antiguo, era vista como una disciplina esencial para la vida pública. En Grecia, y luego en Roma, se entendía que quien no sabía expresarse con claridad y emoción quedaba fuera del debate social y político. No existían manuales para aprenderla, sino maestros que enseñaban a través del ejemplo. En los gimnasios y en las plazas, los jóvenes escuchaban discursos, analizaban las estrategias del orador y luego intentaban reproducir su estilo, incorporando su propio pensamiento. Era un aprendizaje activo, donde la voz y la memoria reemplazaban al papel y la tinta.
En la Atenas clásica, los sofistas fueron los primeros en sistematizar el arte del discurso. Enseñaban que la palabra tenía poder y que, con la técnica adecuada, podía moldear las ideas del oyente. Sócrates, aunque crítico de la manipulación retórica, utilizó el diálogo como vía para afinar el pensamiento, y su método sentó las bases de una enseñanza donde el razonamiento se construía a partir de preguntas, no de lecturas. Platón y Aristóteles llevaron esta tradición más lejos: el primero reflexionó sobre el sentido ético del discurso, mientras que el segundo dio forma a una teoría de la retórica que aún hoy se estudia, centrada en la lógica, la emoción y la credibilidad del orador.
Los romanos heredaron y perfeccionaron esa tradición. En la Roma republicana, la retórica era el corazón de la educación de las élites. Cicerón y Quintiliano se convirtieron en referentes de una enseñanza que combinaba la técnica con la virtud. Cicerón sostenía que un buen orador debía ser, ante todo, una buena persona, consciente del poder de sus palabras. Quintiliano, en su obra Institutio Oratoria, describió un modelo pedagógico que se basaba en la práctica constante: los estudiantes escuchaban discursos, los analizaban, los imitaban y luego los recreaban ante sus maestros. No existían manuales impresos, pero sí una metodología rigurosa que mezclaba la observación, la repetición y el diálogo.
En esa época, la memoria era el instrumento más valioso del aprendizaje. Los alumnos debían retener largos discursos, poemas y ejemplos para utilizarlos en sus propias composiciones. El maestro guiaba con correcciones, sugerencias y desafíos, en un proceso profundamente artesanal. La enseñanza de la retórica era, en esencia, un acto de acompañamiento. El alumno no se enfrentaba a un texto cerrado, sino a una voz viva que lo interpelaba y lo motivaba a superarse.
La oralidad jugaba un papel fundamental. Las escuelas de retórica funcionaban casi como teatros del pensamiento: los jóvenes exponían ante sus compañeros, recibían críticas públicas y aprendían a dominar la voz, el gesto y el ritmo. Era una educación del cuerpo y de la mente, en la que cada palabra debía ser dicha con intención. En ausencia de libros, el aprendizaje se construía con el oído y la mirada. Las palabras del maestro quedaban grabadas en la memoria como si fueran un texto invisible que se llevaba dentro.
Este tipo de enseñanza fomentaba una relación muy distinta con el conocimiento. No se trataba de acumular datos, sino de aprender a usarlos en el momento preciso. La retórica no era una ciencia estática, sino un arte en movimiento. Cada intervención era única, porque dependía del contexto, del público y de la capacidad del orador para adaptarse. En ese sentido, enseñar retórica era formar ciudadanos capaces de pensar con agilidad, escuchar con atención y hablar con responsabilidad.
Con el paso del tiempo, la invención de la imprenta transformó profundamente esta práctica. Los tratados de retórica se multiplicaron y el arte del discurso comenzó a sistematizarse en reglas, figuras y esquemas. Sin embargo, algo del espíritu original se perdió: la vivencia del lenguaje como encuentro humano. Los manuales facilitaron la transmisión de contenidos, pero también alejaron a los estudiantes del ejercicio de la palabra viva.
Hoy, en un mundo donde la comunicación se fragmenta en mensajes breves y la oratoria parece relegada a unos pocos, volver a las raíces de la enseñanza retórica puede ser un acto de renovación educativa. Recuperar el valor del discurso hablado, del debate respetuoso y del pensamiento expresado con claridad es más necesario que nunca. Los maestros antiguos enseñaban sin libros, pero con una sabiduría que sigue siendo actual: la palabra no se enseña, se contagia.
Aprender retórica antes de los libros de texto era, en el fondo, aprender humanidad. Era comprender que hablar bien no era adornar el discurso, sino ordenar el pensamiento y hacerlo comprensible para los demás. En las escuelas modernas, rescatar esa tradición podría devolver a la enseñanza el sentido más noble del lenguaje: el de conectar mentes y construir comunidad. La retórica, antes que técnica, fue siempre una forma de encuentro, y eso la convierte en una lección eterna.
