Por: Maximiliano Catalisano

Cómo Proteger la Educación en Zonas de Conflicto: Estrategias Reales y Accesibles para Reducir Riesgos y Sostener el Aprendizaje

La educación en contextos atravesados por violencia es uno de los desafíos más urgentes y menos visibles de nuestro tiempo. Cuando una comunidad vive bajo amenazas constantes, la escuela deja de ser un lugar predecible y se convierte en un espacio frágil donde docentes, familias y estudiantes buscan sostener un mínimo de estabilidad. Sin embargo, aun en escenarios adversos, existen prácticas accesibles y sostenibles que permiten fortalecer la seguridad escolar, reducir los impactos de los ataques a aulas y proteger el derecho de los niños y jóvenes a continuar aprendiendo. El objetivo de esta nota es mostrar cómo avanzar paso a paso hacia entornos educativos más seguros sin depender exclusivamente de recursos extraordinarios o soluciones tecnológicas de alto costo. La clave está en comprender el contexto, trabajar sobre rutinas posibles y transformar la organización escolar para minimizar riesgos sin abandonar la misión pedagógica.

En zonas de conflicto, el ataque a instalaciones educativas no solo interrumpe la actividad cotidiana; aumenta la vulnerabilidad social, fragmenta comunidades y agrava situaciones de desplazamiento. Cuando una escuela es dañada, ocupada o amenazada, la continuidad pedagógica se ve directamente afectada. Esto impacta en la salud emocional de estudiantes y docentes, en la permanencia en el sistema educativo y en la estabilidad de los hogares. Por este motivo, cualquier estrategia destinada a proteger aulas debe considerar un enfoque humanitario que priorice el bienestar, la previsibilidad y el acompañamiento institucional, incluso cuando los recursos son escasos.

El primer paso para fortalecer la seguridad escolar en zonas de conflicto consiste en analizar el tipo de riesgo presente: violencia armada, tensiones territoriales, reclutamiento forzado, ataques a infraestructura, presencia de municiones sin detonar o intimidaciones a la comunidad educativa. Cada situación requiere una respuesta distinta, pero todas comparten un componente básico: la anticipación. Construir protocolos internos de actuación, claros y realistas, permite que estudiantes y docentes sepan qué hacer ante un incidente, incluso si no existe apoyo externo permanente. Un protocolo no implica un manual complejo; puede funcionar con procedimientos breves, secuencias simples y una clara asignación de roles.

Otro aspecto central es la organización del espacio escolar. Aun con recursos mínimos, muchas escuelas han logrado mejorar su protección mediante ajustes físicos básicos: reforzar cerraduras, reorganizar accesos, instalar señalización visible, delimitar zonas seguras y evitar acumulación de objetos que puedan generar riesgos adicionales. Estas acciones requieren más planificación que presupuesto y ofrecen un impacto inmediato. En varios países afectados por conflictos prolongados, los centros educativos han desarrollado pequeñas obras comunitarias realizadas con apoyo de familias o de la misma comunidad local, con materiales disponibles y mano de obra colaborativa.

La comunicación también es una herramienta decisiva para reducir riesgos. Establecer canales simples, confiables y accesibles —como grupos comunitarios, radios locales, redes informales o avisos en puntos estratégicos del barrio— permite coordinar respuestas rápidas ante situaciones de emergencia. No se necesita tecnología sofisticada para alertar sobre movimientos peligrosos o amenazas cercanas; lo fundamental es que la información fluya de manera clara y llegue a quienes la necesitan. La comunidad escolar se vuelve más resiliente cuando todos tienen acceso a información que les permite tomar decisiones informadas.

Impacto humanitario y continuidad educativa

El impacto humanitario de los ataques a escuelas va más allá del daño físico. Las consecuencias psicológicas en niños y adolescentes pueden afectar su motivación, su concentración y su percepción de seguridad. Por eso, uno de los componentes más importantes en la protección de la educación es el apoyo emocional. Espacios breves de contención, actividades de expresión artística, rutinas estables y la presencia de adultos de referencia son elementos que ayudan a sostener la continuidad educativa incluso en escenarios adversos. No se trata de desarrollar grandes programas terapéuticos, sino de fortalecer la estabilidad cotidiana con prácticas accesibles: saludar, escuchar, organizar el aula, respetar horarios y contener a quienes lo necesiten.

Asimismo, la continuidad educativa puede mantenerse mediante estrategias flexibles cuando los estudiantes no pueden asistir físicamente. Las clases móviles, la enseñanza en espacios comunitarios alternativos, el uso de cuadernos de aprendizaje o las actividades radiales han demostrado ser recursos valiosos para sostener el aprendizaje cuando la escuela está dañada o inaccesible. Son soluciones económicas que requieren coordinación, creatividad y compromiso social, no grandes presupuestos.

La colaboración con organismos locales, organizaciones comunitarias y actores humanitarios también puede fortalecer la seguridad escolar, incluso cuando los recursos son limitados. La presencia de redes comunitarias que apoyan la protección de la infancia y vigilan el uso seguro de los espacios públicos genera un entorno más estable. La clave no es depender exclusivamente de intervenciones externas, sino articular esfuerzos para que la escuela funcione como un punto de referencia confiable para niños y familias.

Los docentes que trabajan en zonas de conflicto cumplen un rol esencial al sostener la rutina escolar y transmitir calma. Para ello, necesitan capacitación básica en gestión de riesgos, identificación de situaciones peligrosas y contención emocional. Estas capacitaciones pueden ser breves, presenciales o comunitarias, y no requieren una infraestructura compleja. Lo importante es que brinden herramientas concretas para actuar ante escenarios cambiantes y para acompañar a estudiantes que viven bajo tensión permanente.

La seguridad escolar en contextos de violencia también depende de la capacidad para negociar espacios de protección con distintos actores del territorio. En muchos países, acuerdos comunitarios informales han permitido mantener escuelas como zonas neutrales, respetadas por diferentes grupos en conflicto. Aunque estas prácticas varían según la región y el nivel de violencia, demuestran que la participación comunitaria es un elemento clave en la protección de las aulas. La escuela se convierte en un bien compartido que todos buscan preservar.

Finalmente, proteger la educación en zonas de conflicto implica entender que cada acción, por pequeña que sea, contribuye a sostener la vida escolar y reducir el impacto del conflicto sobre la infancia. La construcción de una cultura institucional orientada a la seguridad, la organización del espacio, la comunicación clara, el apoyo emocional y la participación comunitaria son componentes que pueden implementarse con recursos limitados y que fortalecen la resiliencia educativa. Cuando una escuela logra mantenerse en pie, aun con dificultades, se convierte en un símbolo de esperanza para toda la comunidad.