Por: Maximiliano Catalisano
En un tiempo donde la educación parece girar alrededor de pantallas, algoritmos y metodologías en constante cambio, volver la mirada hacia lo ancestral puede parecer un paso atrás. Sin embargo, nada está más lejos de la realidad. Las raíces culturales, las prácticas comunitarias y las formas de enseñanza de los pueblos antiguos encierran una sabiduría profunda sobre cómo se aprende, cómo se convive y cómo se transmite el conocimiento de generación en generación. En lo ancestral hay una pedagogía silenciosa, una forma de educar que no necesita artificios tecnológicos para tocar el corazón del aprendizaje. Comprenderla no implica renunciar a la innovación, sino darle sentido humano y cultural a lo que enseñamos hoy.
Las sociedades ancestrales educaban sin escuelas formales, pero lograban aprendizajes significativos. Lo hacían a través del ejemplo, del relato, de la práctica compartida. La palabra tenía un valor sagrado, y el conocimiento no se medía en exámenes, sino en la capacidad de integrarse al grupo, respetar la naturaleza y sostener los valores comunes. En esas experiencias, la educación era parte de la vida misma, no una etapa separada. Ese sentido de totalidad, tan distante de la fragmentación actual del saber, podría inspirar a la escuela contemporánea a recuperar la conexión entre aprender y vivir.
La pedagogía ancestral enseñaba desde la experiencia y la observación. Los niños aprendían mirando a los mayores, repitiendo gestos, escuchando historias y asumiendo responsabilidades poco a poco. El aprendizaje era un proceso natural, respetuoso de los tiempos y los silencios. En contraposición, la educación moderna muchas veces acelera los procesos, impone ritmos estandarizados y olvida que cada estudiante tiene su propio camino de aprendizaje. Volver a lo ancestral es, en cierto modo, recuperar el respeto por los tiempos humanos.
La sabiduría de lo ancestral como base del aprendizaje actual
La tradición oral de los pueblos antiguos, los mitos, las ceremonias y los símbolos transmitían mucho más que información: comunicaban una cosmovisión. Cada historia contenía valores, advertencias, enseñanzas éticas y una profunda conexión con el entorno. En ese sentido, lo ancestral no solo formaba intelectualmente, sino también emocional y espiritualmente. En las aulas de hoy, donde el conocimiento circula de manera inmediata y superficial, esa profundidad es cada vez más necesaria. Enseñar no puede reducirse a explicar conceptos, sino que debe recuperar la dimensión simbólica que permite dar sentido a lo aprendido.
Las culturas ancestrales sabían que no se educa solo con palabras. El ejemplo, el respeto por el entorno, la cooperación y la reciprocidad eran pilares invisibles pero fundamentales. Esas comunidades comprendían que enseñar era un acto colectivo, en el que toda la comunidad participaba. Hoy, cuando la educación busca constantemente “innovar”, quizás la verdadera innovación esté en rescatar esa lógica de comunidad. Una escuela que se reconozca parte de una trama social, que recupere la participación de las familias y el diálogo con la naturaleza, se acercará más a ese modelo integral que alguna vez fue la base de la educación humana.
Incorporar lo ancestral a la pedagogía contemporánea no significa reemplazar los avances modernos, sino integrarlos con una mirada más amplia. La tecnología puede ser una herramienta poderosa, pero debe estar al servicio de una enseñanza que mantenga el vínculo con lo humano, lo simbólico y lo natural. Un docente que se inspira en lo ancestral no renuncia a lo digital, pero lo utiliza para despertar curiosidad, reflexión y conexión. La pantalla no reemplaza la palabra ni la experiencia; solo las amplifica si están bien orientadas.
En los pueblos originarios, la educación tenía un fuerte componente de respeto hacia la tierra. Aprender era también cuidar, reconocer los ciclos naturales y comprender la interdependencia de todo lo que existe. En un contexto global donde los problemas ambientales se agravan, esa visión educativa cobra un valor extraordinario. Educar con inspiración ancestral implica formar ciudadanos conscientes, sensibles y responsables del planeta que habitan.
La vigencia del saber ancestral en la escuela contemporánea
Hoy, muchos sistemas educativos intentan recuperar lo ancestral a través de prácticas que promueven la interculturalidad, el aprendizaje comunitario y el respeto por las raíces locales. Sin embargo, más allá de las políticas y programas, lo verdaderamente transformador ocurre cuando los docentes incorporan esa filosofía en su tarea diaria. Un proyecto de huerta escolar, una ronda de cuentos tradicionales, un trabajo sobre la historia oral del barrio o una clase al aire libre pueden convertirse en experiencias donde lo ancestral vuelve a tener voz.
Lo ancestral no debe entenderse como algo estático o perteneciente al pasado, sino como una fuente viva de sentido. Cada generación puede reinterpretar esa herencia y adaptarla a su tiempo. La educación del futuro necesita esa conexión con lo antiguo, no para repetirlo, sino para nutrirse de su profundidad. En un mundo dominado por la inmediatez, la pedagogía ancestral enseña paciencia; frente al individualismo, propone comunidad; frente a la desconexión, ofrece pertenencia.
La escuela que se inspira en lo ancestral no es una escuela nostálgica, sino una escuela con raíces. Y toda raíz cumple una función esencial: sostener el crecimiento. Sin raíces, el árbol se cae; sin memoria, la educación pierde dirección. Por eso, mirar hacia los orígenes no es una tarea académica, sino una necesidad ética y cultural. Los saberes ancestrales nos recuerdan que enseñar es, ante todo, un acto de transmisión que une generaciones, una manera de mantener vivo el fuego del conocimiento humano.
