Por: Maximiliano Catalisano

En un tiempo donde las imágenes, los mensajes breves y las respuestas inmediatas dominan la comunicación, recuperar el poder de la narración es casi un acto educativo de resistencia. Contar historias, escuchar relatos, reconstruir vivencias, no es solo un modo de transmitir conocimientos: es una forma profunda de reconocerse. La narración permite que cada persona encuentre sentido a su experiencia, que los alumnos descubran de dónde vienen, quiénes son y qué lugar ocupan en el mundo. En la escuela, las palabras contadas y escuchadas tejen identidad, fortalecen la memoria colectiva y abren un espacio donde cada voz tiene valor. Enseñar a narrar no es enseñar a repetir, sino a mirar la propia historia y ponerla en relación con las de los demás.

Contar y escuchar historias es un acto que nos hace humanos. Desde la infancia, aprendemos el mundo a través de los relatos que nos comparten: los cuentos antes de dormir, las anécdotas familiares, las historias de héroes o de vecinos. En la escuela, este gesto se amplía: allí las narraciones se vuelven una herramienta poderosa para que los estudiantes construyan su identidad individual y colectiva. Cada vez que un niño o adolescente cuenta algo que vivió, o escucha lo que vivió otro, está participando en una trama de significados que lo ayuda a comprender su propia vida y a sentirse parte de una historia más grande.

La narración como espejo y puente

La narración cumple una doble función: actúa como espejo y como puente. Es espejo porque nos permite vernos reflejados en las palabras y reconocer nuestras emociones, temores y deseos en las experiencias ajenas. Es puente porque conecta generaciones, culturas y realidades distintas. En el aula, cuando se invita a los estudiantes a narrar sus experiencias, se abren caminos de empatía y comprensión. Escuchar la historia del otro no solo amplía el conocimiento, también fortalece la convivencia.

Narrar es también un modo de resistir al olvido. En un mundo saturado de estímulos, detenerse a contar lo que pasó es una forma de afirmar que la experiencia tiene valor. Al recuperar la narración, la escuela devuelve centralidad al lenguaje y a la memoria. Los relatos personales y colectivos ayudan a los alumnos a construir un sentido de pertenencia. Saber que formamos parte de una historia nos da raíces, pero también nos da alas para imaginar otros futuros posibles.

La escuela como escenario de relatos compartidos

El aula es, por naturaleza, un espacio narrativo. Cada día, entre explicaciones, lecturas y conversaciones, se van tejiendo pequeñas historias que conforman la vida escolar. El docente puede aprovechar este potencial narrativo de múltiples maneras: pidiendo a los alumnos que reconstruyan un recuerdo de infancia, que entrevisten a familiares, que narren un hecho histórico desde el punto de vista de un personaje, o que inventen historias que conecten pasado y presente. Estas actividades no solo desarrollan competencias lingüísticas, también invitan a la reflexión sobre la identidad y la cultura.

La narración en la escuela puede tomar distintas formas: un relato oral, una historieta, una canción, una obra de teatro o un podcast. Lo importante es que el estudiante encuentre su propia voz. Cuando el aula se convierte en un espacio donde todos pueden narrar sin miedo, se fortalece la autoestima y el sentido de pertenencia. Además, compartir relatos permite descubrir puntos de encuentro entre quienes, a primera vista, parecen muy distintos.

Narrar para comprender el mundo y a uno mismo

La narración no es solo un recurso pedagógico: es una necesidad vital. A través de las historias, los alumnos pueden procesar sus emociones, comprender acontecimientos difíciles o elaborar duelos. Narrar lo que duele ayuda a sanar, y narrar lo que alegra ayuda a celebrar. La escuela puede ser un espacio de contención emocional si brinda oportunidades para que los estudiantes expresen sus experiencias y escuchen las de otros.

Desde la perspectiva educativa, trabajar la narración implica acompañar procesos de autoconocimiento. Los jóvenes aprenden a darle forma a su experiencia, a organizarla en una secuencia con sentido y a comunicarla. Este proceso fortalece la capacidad reflexiva y crítica, porque contar implica seleccionar, interpretar y valorar. Al narrar, cada estudiante se convierte en autor de su propia historia, y en ese acto, construye identidad.

El valor de la narración en tiempos digitales

En la era de las redes sociales y los mensajes instantáneos, la narración sigue siendo una herramienta insustituible. Las nuevas tecnologías pueden ser aliadas si se usan para recuperar el valor del relato en lugar de diluirlo. Un video documental sobre la historia del barrio, una serie de podcasts con testimonios de los abuelos, o un blog de relatos personales son formas contemporáneas de mantener viva la narración. Lo importante es que los alumnos comprendan que detrás de cada historia hay un sujeto que interpreta el mundo y que cada relato es una huella de identidad.

Educar en narración es enseñar a pensar y a sentir. Es ayudar a los estudiantes a conectar su biografía con la historia colectiva, a comprender que sus palabras pueden construir memoria y transformar realidades. Cuando una escuela apuesta por la narración, apuesta por la sensibilidad, por la reflexión y por la posibilidad de construir comunidades más empáticas y conscientes.

En definitiva, narrar es recordar, imaginar y compartir. Es un modo de decir “yo estuve aquí” y “esto que viví tiene sentido”. Enseñar a narrar es enseñar a ser. Porque cada historia contada en la escuela deja una huella, y esa huella, al entrelazarse con otras, forma la identidad de una generación.