Por: Maximiliano Catalisano

Cuando termina la jornada en la escuela parece que el aprendizaje se detiene, pero en realidad se abre otro escenario donde también se forman saberes. Las experiencias que los chicos viven fuera del horario escolar tienen un impacto enorme en cómo entienden el mundo, en la manera en que se relacionan con otros y en el desarrollo de habilidades que a veces no aparecen en un aula. Un paseo por la plaza, una actividad deportiva, un taller artístico en el barrio o simplemente la convivencia familiar se convierten en espacios donde se aprenden valores, destrezas y miradas que completan lo que ofrece la institución.

El aprendizaje no ocurre únicamente frente a un cuaderno o una pantalla. La vida cotidiana está cargada de momentos educativos que dejan huellas profundas, muchas veces invisibles al inicio, pero que se van revelando con el tiempo. Un adolescente que participa en un grupo musical incorpora disciplina y trabajo en equipo, aunque no lo piense en esos términos. Un niño que ayuda en una feria comunitaria aprende a organizarse, a comunicarse y a valorar la colaboración colectiva. En todos los casos, lo que se aprende trasciende la teoría: se trata de aprendizajes vividos, sentidos y practicados.

La riqueza de lo cotidiano

Las experiencias fuera de la escuela enseñan a manejar el tiempo, a adaptarse a diferentes situaciones y a resolver problemas concretos. Algo tan simple como ir de compras con la familia se transforma en una oportunidad para practicar cálculos matemáticos, comparar precios, tomar decisiones y comprender nociones de economía básica. Jugar en la vereda o en un club de barrio permite desarrollar habilidades motoras, aprender a respetar reglas y fortalecer vínculos sociales.

La riqueza de lo cotidiano radica en que el aprendizaje se da de manera natural, sin la presión de una calificación o de un examen. Los chicos experimentan, prueban, se equivocan y vuelven a intentar, lo que favorece un desarrollo más espontáneo y seguro. Esto genera también un vínculo diferente con el conocimiento, ya que se aprende porque se vive, no porque se exige.

El valor de las actividades extracurriculares

Muchos niños y adolescentes participan en actividades extracurriculares organizadas: deportes, talleres artísticos, cursos de idiomas o programas comunitarios. Estos espacios, además de brindar contención y socialización, fomentan competencias fundamentales. El deporte, por ejemplo, enseña esfuerzo, constancia y el valor de superar límites. El arte impulsa la creatividad, la expresión de emociones y la capacidad de mirar la realidad desde distintos ángulos. Los cursos y talleres abren nuevas puertas de conocimiento que complementan lo escolar y que pueden incluso marcar futuras elecciones profesionales.

Lo interesante de estas experiencias es que no solo enriquecen la formación académica, sino que generan confianza personal. El alumno que descubre que puede pintar un mural, tocar un instrumento o hablar en otro idioma, empieza a mirarse distinto, a creer en sus posibilidades y a animarse a enfrentar nuevos desafíos.

Aprendizajes sociales y emocionales

Fuera de la escuela se aprenden también competencias vinculadas a lo social y lo emocional, que muchas veces resultan decisivas en la vida adulta. Compartir tiempo con amigos, cuidar a un hermano menor o integrarse a una actividad solidaria implica desarrollar paciencia, empatía, responsabilidad y habilidades de comunicación. Estos aprendizajes no se encuentran en un manual, pero son indispensables para la vida en comunidad.

Además, las experiencias que suceden después del horario escolar permiten que los alumnos exploren su identidad, descubran intereses y construyan un sentido de pertenencia. En un mundo en el que la escuela suele estar muy estructurada, estos momentos se convierten en espacios de libertad, donde cada estudiante puede elegir, probar y construir un camino más personal.

La conexión con la familia y la comunidad

El hogar y la comunidad tienen un papel fundamental en estas experiencias. Las conversaciones en la mesa, las actividades familiares, la participación en celebraciones locales o en eventos barriales forman parte de un aprendizaje que combina tradición, valores y memoria. Los alumnos incorporan costumbres, formas de relacionarse y maneras de enfrentar situaciones que les servirán toda la vida.

La comunidad también es una gran maestra. Las fiestas populares, las ferias, los clubes y las bibliotecas barriales transmiten saberes que difícilmente puedan aparecer en un aula. Allí los chicos aprenden el valor del encuentro, la fuerza del trabajo colectivo y la importancia de sentirse parte de algo más grande que uno mismo.

Un puente entre la escuela y la vida

Cuando se reconocen las experiencias fuera de la escuela como parte del proceso de aprendizaje, se construye un puente entre lo académico y lo cotidiano. Los docentes pueden recuperar esas vivencias en el aula, usarlas como punto de partida para nuevas explicaciones y vincular los contenidos escolares con situaciones reales. De este modo, los alumnos sienten que lo que aprenden tiene sentido y se conecta con su vida diaria.

La mirada sobre el aprendizaje cambia radicalmente cuando dejamos de pensar que solo ocurre en un pupitre. Los chicos están aprendiendo todo el tiempo, y la escuela puede enriquecerse si incorpora lo que pasa afuera, validando lo que los estudiantes traen de su mundo personal y social.

Las experiencias fuera del horario escolar enseñan a convivir, a crear, a resolver problemas y a descubrir la propia voz. Son aprendizajes menos formales, pero no por eso menos importantes. Allí se tejen habilidades y valores que acompañarán a los alumnos en cualquier etapa de su vida, dándoles herramientas para desenvolverse en un entorno que siempre exige adaptación y creatividad.