Por: Maximiliano Catalisano

Hay rincones en las escuelas que parecen condenados al olvido. Pasillos angostos que nadie transita, patios donde nunca pasa nada, aulas que solo se usan cuando no queda otra opción. Estos espacios, muchas veces ignorados, en realidad pueden convertirse en auténticos puntos de encuentro, creatividad y aprendizaje si se los mira con otros ojos. Lo que hoy es un lugar vacío o gris, mañana podría ser un taller, un espacio de lectura, un rincón verde o un refugio para la calma. La clave está en animarse a repensarlos y darles un sentido que conecte con la vida escolar de todos.

El primer paso para transformar estos espacios es reconocer su potencial. Un lugar desierto no es necesariamente un lugar inútil. Puede que esté mal ubicado, que tenga problemas de luz o que nunca haya sido integrado a las actividades escolares, pero eso no significa que no pueda encontrar su propósito. Es importante observarlo, recorrerlo y pensar qué tipo de actividades podrían desarrollarse allí. Muchas veces, las mejores ideas surgen de escuchar a quienes usan la escuela todos los días: estudiantes, docentes, personal administrativo y familias.

También es clave identificar qué necesita la escuela y cómo ese espacio podría ayudar a resolverlo. Tal vez falta un lugar donde los chicos puedan leer tranquilos, un área para armar proyectos de arte, un rincón para ensayar música o un sitio donde guardar materiales. El error más común es pensar que un espacio tiene que “parecer” algo para cumplir una función. En realidad, lo que importa es que responda a una necesidad real y que se sienta propio para quienes lo van a usar.

La transformación de un espacio no siempre requiere grandes inversiones. Muchas veces, con reorganizar muebles, pintar las paredes o agregar iluminación, se genera un cambio enorme. La participación de los estudiantes en estas mejoras no solo ayuda a reducir costos, sino que fortalece el sentido de pertenencia. Un aula o un patio que los propios chicos ayudaron a decorar y armar se cuida más y se disfruta mejor.

Darles identidad a estos espacios es fundamental. Un lugar vacío pasa a tener vida cuando tiene un propósito claro y un nombre que lo identifique. Puede ser “el rincón creativo”, “el aula verde”, “la sala de proyectos” o cualquier otro que despierte curiosidad y ganas de estar allí. Incluso los pasillos pueden convertirse en pequeñas galerías de arte escolar o en puntos de lectura rápida con estantes y bancos.

La flexibilidad también es importante. Hay espacios que pueden cumplir distintas funciones según el momento del año o las necesidades del día. Un salón que en invierno es un aula puede convertirse en un espacio para ferias o exposiciones en primavera. Esto no solo optimiza el uso, sino que mantiene el interés y evita que vuelva a ser un lugar olvidado.

Por último, mantener el espacio activo es clave para que no regrese al abandono. Esto implica incluirlo en la planificación escolar, proponer actividades periódicas y abrirlo a la comunidad educativa. La vida de un lugar depende de lo que pasa dentro de él. Si nadie lo usa, inevitablemente volverá a vaciarse.

Transformar los espacios que nadie quiere en la escuela no es solo una cuestión estética: es una oportunidad para generar experiencias valiosas, fortalecer vínculos y hacer que cada rincón del edificio escolar cuente una historia. Cuando se logra, esos lugares dejan de ser un problema y se convierten en orgullo para todos.